
Agosto languidece entre arena y fuego a más de 30º. Es la mañana del último domingo del mes más desactivo y vago del año. El mes en que no si no estás de vacaciones, sales cuando terminas de trabajar. Pienso en las masas de personas en zonas turísticas, zonas recreativas, de acampada… De pronto un avión que se ve a lo lejos me recuerda que muchas otras personas, de las nuestras, estarán de viaje por otras latitudes, disfrutando de unas merecidas (o no) vacaciones de verano. París, Barcelona, Madrid, Bruselas, Roma, Florencia, Punta Cana, Banjul, Islas de Sal, Bangkok, Tokio… Lugares donde, de una forma u otra, se trata de desconectar del trabajo, los estudios o los quehaceres cotidianos.
En mi caso fui de los que madrugadores en irse de vacaciones, principios de junio. El resto del verano, al pie del cañón. Camino por tierra suelta, de esa que ensucia los zapatos, entre invernaderos bajo un imponente sol, el mediodía se acerca. A mi lado Tirma jadea y paro a echarle un pizco de agua. Sus carreras no entienden de calores, pero después le afectan. Los invernaderos se cuentan casi por cientos en esta zona de El Cardonal, en el municipio de Telde, bajo la montaña sagrada de Cuatro Puertas. Unos invernaderos están cerrados, pero no hay nada plantado. En otros se adivinan lo que mi ignorancia botánica me dice que son tomateros incipientes. Otros, en cambio, están abiertos y abandonados, son los que aprovecha Tirma para refugiarse del sol, ante mis indicaciones de que siga por el camino y no entre en lugar ajeno. Sin ni siquiera saber que de quién podría ser aquello…
La sensación de abandono lo invade todo. Me imagino un montón de mujeres y hombres haciendo trabajos ante aquel sol tan acuciante. Sin vacaciones, sin domingos, sin viajes culturales. Detrás, el dueño de todo aquello y los diligentes capataces, en un sistema laboral que no entendía de derechos ni de horarios. En ocasiones las personas que trabajaban en el sector vivían en cuarterías, infraviviendas sin condiciones mínimas que eran cedidas por el cacique. Todavía quedan restos de ese tipo de construcciones por esta zona. Aquella actividad frenética, aquel sistema de explotación laboral, cuasi esclavista, ha quedado reducido al olvido, a los restos de los invernaderos abandonados y a la memoria familiar. En nuestra memoria colectiva, en nuestro día a día, no son comunes los detalles que englobaban a esta actividad, desde la recolección del tomate al empaquetado.
Lo único que queda en la memoria son los restos de invernaderos abandonados, que afean el paisaje e inutilizan la zona. Y digo yo, ¿no se podrían aprovechar las construcciones ya hechas para reutilizarlas de otra forma? Desde la ignorancia, pregunto de manera abierta a algún arquitecto si no sería posible aprovechar la construcción ya realizada para adecuarla y hacer algo, quizá un museo de la memoria de la aparcería. Sin embargo hay tantos invernaderos, no solo en esta zona sino en todo el este y resto de la isla, que las posibilidades son ingentes. Como también existen museos dedicados a esta actividad, por ejemplo el Museo de la Zafra en Vecindario. En antiguas ciudades industriales aprovechan las fábricas abandonadas para aprovecharlas en todo tipo de iniciativas. Me pregunto si esta posibilidad no sería posible en nuestro caso.
Dentro del eslabón de la cadena, tenemos que hablar de las empaquetadoras, un sistema casi esclavista de opresión a la mujer. El Cabildo de Gran Canaria distinguió a las empaquetadoras de tomate en su última entrega de Honores y Distinciones. Gloria Herrera, presidenta de la Asociación de Empaquetadoras de Tomate, describe así su labor: “Nosotras nos encargábamos de separar las piezas por color, tamaño y calidad, se distribuía en las mesas para luego meterlas en cajas. Empezábamos a las ocho de la mañana y terminábamos a la una de la madrugada. Los sábados se podía prolongar aún más la jornada”. Los sueldos de miseria, las condiciones leoninas o la arbitrariedad de los capataces, eran una constante en su actividad. Todo ello lo está recopilando Domingo Viera, uno de los fundadores del Sindicato Obrero Canario y sindicalista de la rama de aparcería y empaquetadoras. Viera recoge el testimonio olvidado de las empaquetadoras de tomate, en un volumen que verá la luz en otoño.
En medio del mes más vacacional del año, mis pies transitan por los espacios en los que trabajaron las personas que no tenían vacaciones, permisos sin sueldo, derecho a asistencia sanitaria ni casi derecho a la dignidad. Son las madres, los padres, abuelas o abuelos de las personas que se trasladan a ver la Torre Eiffel, que hablan maravillas del estilo de vida holandés, que se bañan en hermosas playas de la costa Dálmata o que descansan acampando en Cofete. Mientras viven su vida sin más preocupaciones que hacerlo dignamente, algo harto difícil en la Canarias turística de hoy, su memoria continúa soterrada en invernaderos abandonados que dibujan paisajes lunares en medio del camino. Ahora son testigos del sol, pero lo serán de la lluvia y el viento. Y ahí seguirán, en pie, viendo impasibles el tiempo mientras nadie les parece prestar atención. Ellos se quedarán, yo interrumpo mi pensamiento para, con un grito, poner rumbo a lo cotidiano: «Tirma, vamos». Yo también soy nieto de aparceros, hijo de empaquetadora.