Dijo Vázquez Montalbán que “un país que no come su queso ni bebe su vino tiene un serio problema de identidad”. Esta vuelta transitoria a mi ciudad natal me recuerda la frase. Sin ánimo de exhaustividad, me cuesta reconocerme en los sitios de comida que alguna vez transité. No quiero caer en el “todo tiempo pasado fue mejor” pero no sé por qué la rueda de la Historia (gastronómica) tiene que ir sólo en contra de la rica tradición culinaria isleña y a favor de, por ejemplo, la italiana. Si uno recorre el Paseo de Las Canteras es fácil constatar que la inmensa mayoría de restaurantes y demás bochinches son italianos, turcos, asiáticos varios, libaneses, algún español, hamburgueserías apátridas, franquicias innombrables cuyo único “activo” parece ser la cantidad, etc. Ocasionalmente, parece resistir algún lugar con comida del país, el rico pescado de la zona o incluso el tradicional sancocho, esa especie en extinción si no fuera por el Viernes Santo. Vegueta no ofrece un panorama muy distinto, teñido de ciertas pretensiones grandilocuentes. Sólo las papas arrugadas con mojo parecen ser un enyesque capaz de infiltrarse en todas las cartas. Sin embargo, si uno quiere invitar a alguien a disfrutar la comida del país, debe admitir que las opciones se reducen considerablemente, aplastadas bajo la peor versión del cosmopolitismo capitalino.
En Candelaria, como llevando la contraria a la inveterada cultura tinerfeña del guachinche, el panorama no es mucho mejor. Salvo honrosas excepciones, abundan las paellas y arroces pre-congelados, italianos, franquicias de montaditos imposibles, areperas expertas en refreír las arepas que antes compraron en alguna boutique del congelado, etc. Algún local da la batalla del vino canario embotellado emparejado con nuestros quesos, con éxito y sin que el resto del sector parezca enterarse. Quitando esas excepciones, uno parece estar en un parque temático internacional al que los canarios no estemos invitados. Si uno quiere reencontrarse con lo nuestro o mostrárselo al visitante, debe huir a las montañas, a alguna reserva inaccesible o conformarse con cualquier pastiche tex-mex recalentado, pizza, falsas cofradías,… eso sí, con vistas al mar. Pasear por La Laguna resulta descorazonador. Se siente uno parte de un decorado en el que la declaración de Patrimonio Histórico de la Humanidad no hace sino jugar en contra de cualquier vestigio de autenticidad, también a la mesa. Aquí las papas arrugadas ni siquiera resisten, sino que ceden terreno a pasos agigantados a las “patatas” (sic) bravas, que deben ser más chic.
Me gusta viajar con los sentidos. Soy de los que insiste en probar todo el rato el producto local allá donde voy, también en Canarias. No entiendo aquellos que no viajan, sino que se trasladan, como el inglés que mete en primer lugar su Worcestershire sauce en la maleta. ¿Qué hará un turista así en Canarias? ¿Volverá a su país sin haber probado nuestros pescados, mojos, infinita variedad de papas, verduras y carnes del país, quesos premiados a nivel mundial, tradición repostera,… nuestra cocina criolla, de raíz, tricontinental, macaronésica y profundamente canaria? Entonces, ¿a qué vino? ¿Y nosotros? ¿Estamos condenados a perder la batalla también en la cocina?