Éramos turistas en Francfort. Cierto es que éramos y somos la clase de turistas que siempre buscamos el encanto de lo local, el reflejo de lo auténtico de cada lugar, huyendo conscientemente de franquicias y globalizaciones disfrazadas de buenrollismo multicultural. Queremos viajar, no sólo desplazarnos, y a veces eso exige un cierto esfuerzo que, por alguna extraña razón, no creíamos que iba a ser necesario en la ciudad alemana. No es que fuéramos presos de los clichés según los cuales aquello iba a ser un animado paseo de cervecería en cervecería, entre camareras alemanas con trenzas rubias y generoso escote, mientras cantáramos canciones a la belleza del Rhin a la par que ruidosamente chocáramos nuestras jarras, llenas hasta el borde. Dije que éramos turistas, no borregos. Tal vez con un poco de trabajo previo de información nos hubiéramos enterado de que lo que nosotros, dentro de nuestro general desconocimiento, considerábamos “genuinamente alemán” en Francfort quedaba circunscrito a prácticamente cuatro calles en el barrio antiguo. Que todo lo demás había sido reconstruido a partir de los bombardeos de la II Guerra Mundial. Que igual que se habla de “coventrización”, se podría hablar de “francfortización” para aquellas ciudades que prácticamente habían desaparecido, arrasadas tras la poderosa y recién estrenada aviación militar. Que la inmensa mayoría de la ciudad era hoy capital del kebab turco -algo difícil de encontrar en Turquía, por cierto-, restaurantes tex-mex, Spanish tapas, las omnipresentes trattorias… por circunscribirnos exclusivamente al ámbito de la gastronomía. Que los ejemplos de arquitectura más o menos tradicional eran escasos y la ciudad se había especializado, reinventado si se quiere, en la más arriesgada arquitectura contemporánea, construyendo hitos para el futuro. Que poco quedaba de lo que íbamos buscando, pero, claro, Francfort fue prácticamente destruida por la II Guerra Mundial. ¿Cuál es la excusa en Canarias?