Nació mirando al Atlántico, en Fuencaliente (La Palma), donde ha vivido toda su vida. Una vez viajó a Venezuela, pero allí había demasiado calor. Fue hija de Viuda Blanca, su padre se marchó a Cuba dejándoles en herencia una deuda adquirida por la compra de su pasaje. A cambio empeñaron unos terrenos que no terminaron de pagar hasta que se hizo mayor. “Mi madre se casó, tuvo tres hijos y se fue el marido pa’ Cuba a buscar el bienestar y después se enfermó y no volvió más. No pudo pagar el pasaje. Mi madre aquí fue pagando poquito a poco hasta que se pagó. Grande era yo ya cuando se pagó.”
Se reconoce como una mujer sencilla. “Lujosa nunca he sido, siempre vestida como pobre”. Cuando la invitan a comer fuera de su casa no le gusta probar bocado. “Soy rara. No como, si no lo que da el campo aquí. Me criaron con tanta miseria que no me acostumbré a comer bueno”, dice con noventa y pico años cumplidos y con una salud envidiable.
Cuando era pequeña apenas podía ir a la escuela porque tenía que guardar las cabras. Éstas siempre le gustaron. Llegó a tener muchas, unas ocho o nueve, aunque ahora se conforma con dos. “Desde seis años guardándolas ahí y hasta la fecha. No llevo pocos años. Más de ochenta años. Yo a las cabritas sí las quiero porque me he acostumbrado, he vivido con ellas toda la vida. No he sido mujer de tener más riqueza sino esa. Sino trabajar los campos y ya está”.
El queso de Juana sabe a memoria. Se resiste a dejar de usar su vieja cocina, a pesar que su hijo le construyó una nueva. Conserva los calderos, empleitas y la piel de cabra con la que cubre el queso cuando lo ahúma. De la misma manera que le enseñó su madre continúa haciendo el queso que hasta hace unos años vendía a los bares y a vecinas del pueblo, y que ahora solo le llega para el gasto de la casa.
Conoció al marido en un baile de la zona y lleva setenta y seis años a su lado. Nos comenta que él ha sido un hombre de carácter y ella siempre lo ha respetado. Cuando todavía eran novios él le dijo que si lo quería tenía que darle un beso. Ella movida por un impulso le dio un beso en el cachete. Esto hizo que no durmiera en toda la noche pues pensaba que si él la dejaba ya estaría despreciada para siempre y se quedaría soltera. Pero se casaron. Juana recuerda con anhelo un día que su marido llegó muy contento con un regalo de reyes en sus manos. Eran unas tijeras de podar. Ahora ese marido fuerte y trabajador no puede hablar ni casi caminar. Juana lo acompaña sentada a su lado por las tardes y dice muy firme sentir por él “un cariño de toda la vida que no se borra por cualquier cosa”.
Mira la actualidad con tristeza diciendo, “este gobierno es el diablo”. Aunque ella está tranquila gracias a que aconsejada por su madre pagó la seguridad social con mil sacrificios. “Éramos trabajadores del campo y nos exigían tanto al mes. A mí y al marido y eso íbamos pagando. Que el marido no quería que yo me apuntara, porque no había con qué, pero mi madre que sabía lo que era tener una perra me dijo -apúntate tú que mientras yo pueda te voy ayudando. Vas ajuntando con el borde y las cabritas…- Y así lo hice, una madre mucho hace por un hijo, sí señor. Y ahora tengo yo mi paga y estoy más tranquila que si no la tuviera. Eso es una cosa que tranquiliza mucho la vejez. Uno no se da cuenta cuando es nuevo, pero cuando es viejo sí”.
Juana piensa en sus cabras, sabe que cuando ella falte dejarán de estar ahí, pues sus hijos tienen otra vida. No cree que después de la muerte exista nada más, “todo se acaba”. Tampoco cree en la iglesia porque un día tuvo una mala experiencia con unos misioneros en una confesión. Cierra cada reflexión con un “así viene el mundo y así hay que llevarlo”.
La historia de Juana, con matices, es la de muchas mujeres isleñas anónimas que han dedicado su vida al trozo de tierra que ocupan, a su familia y a sus animales. Es una de tantas vivencias que tenemos que reconocer como parte de nuestra memoria isleña, porque ellas también hacen la historia.
Estrella Monterrey / Creando Canarias