Cuando los representantes de dos instituciones que representan a millones de personas en todo el mundo se reúnen después de casi un milenio sin haberlo hecho, el encuentro pasa de la categoría de hecho a la de acontecimiento.
El pasado día 12 de febrero se reunieron en la capital cubana por primera vez después del cisma de 1054 los representantes de la Iglesia Católica, Papa Francisco, obispo de Roma, y de la la Iglesia Ortodoxa Rusa, Cirilo I, Patriarca de Moscú.
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A primera vista, se trataría únicamente de un encuentro entre dos líderes religiosos, sin mayor trascendencia para quienes no profesen la religión cristiana. Plantear las cosas de esta manera, sin embargo, sería infravalorar o dejar de lado, al menos dos cuestiones.
En primer lugar, el país y la ciudad donde tuvo lugar el encuentro y la firma de la declaración conjunta. Cuba está viviendo un periodo de normalización de relaciones con los Estados Unidos de América sin parangón en el último medio siglo. La firma para la reanudación de los vuelos comerciales directos entre ambos países es el último episodio de este cambio epocal para la nación caribeña. Pero no es este el único motivo por el que últimamente Cuba está en los titulares de los principales medios internacionales: las negociaciones de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC se han venido desarrollando en los últimos años en la ciudad caribeña y con la mediación del gobierno cubano. Y el papel de la Habana como nuevo centro diplomático internacional se vería ahora corroborado por este encuentro entre los líderes de dos iglesias que se han dado la espalda demasiado tiempo. En palabras del papa Francisco «Si sigue así, Cuba será la capital de la unidad». Palabras de alto calibre viniendo de una figura como la de Bergoglio.
Y es que, en segundo lugar, esta reunión es mucho más que un encuentro con repercusiones meramente eclesiásticas o espirituales. Es un acontecimiento diplomático y geopolítico de primer orden: tras décadas de intentos infructuosos de que se produjera un encuentro al máximo nivel (primero en Roma, luego en Viena), América Latina y, más concretamente, Cuba, han ofrecido un espacio de comunión lejos de aquel que durante siglos contempló disputas (incluso territoriales) que no han cesado de envenenar las relaciones entre las dos iglesias. Lejos de Europa, las heridas abiertas no parecen tan difíciles de curar.
Pero echemos la vista atrás para comprender la dimensión simbólica y geopolítica de este momento.
Tras la caída del muro de Berlín, primero Juan Pablo II, luego Benedicto XVI, manifestaron su deseo de visitar Rusia. Resultó imposible. En el primer caso, el papa Wojtyla era demasiado carismático, tenía un olfato político muy desarrollado y era profundamente antisoviético; y la Iglesia Ortodoxa Rusa (en aquel entonces muy débil, tras décadas de ateísmo científico como ideología oficial) temía una conversión masiva de millones de rusos al catolicismo. Con la entronización del cardenal Ratzinger la posibilidad parecía más cercana: el entonces nuevo papa, con sus preocupaciones teológicas y su visión conservadora del rito litúrgico, compartía visión y postulados con una buena parte de la jerarquía ortodoxa. La visita, sin embargo, nunca llegó a materializarse.
¿Por qué ahora, entonces, parecería estar más cerca que nunca esa posibilidad? El Patriarca de Moscú y Todas las Rusias, Cirilo I, es un ecumenista convencido. En eso coincide con el papa Francisco. Ambos consideran que la labor de evangelización se debe desarrollar únicamente allí adonde no haya llegado la palabra de Dios, y no para arrebatarse mutuamente fieles en luchas fraticidas.
Por otro lado, aunque ninguno de los dos es tan inocente como para desconocer las implicaciones políticas del paso que acaban de dar, la situación de las comunidades cristianas de Irak, Siria, Palestina, Nigeria y otros países de Oriente Medio y de África es tan grave, que han decidido dejar sus diferencias de lado y unir sus voces contra la intolerancia fundamentalista y en favor de la defensa de la dignidad humana.
Ojalá otros líderes, ya no religiosos sino políticos, tomen ejemplo de este gesto y sepan seguir esta senda de diálogo, dejando de lado sus diferencias para abordar conjuntamente graves problemas que afectan a la humanidad entera, como la lucha contra el cambio climático, o la defensa de los valores democráticos frente a la intolerancia de los grupos fundamentalistas y del populismo de extrema derecha.