El concepto de identidad ha quedado obsoleto en el mundo globalizado. Hablar de identidad en el siglo XXI resulta totalmente trasnochado.
Quizá también ustedes se hayan encontrado afirmaciones parecidas alguna vez, casi siempre proferidas por quienes no le han dedicado al asunto ni un minuto de reflexión. En círculos pretendidamente progresistas es frecuente el argumento de que el discurso identitario sólo sirve para desviar la atención de lo verdaderamente importante: la igualdad de derechos, la redistribución equitativa de la riqueza… Como si lo uno fuera posible sin lo otro. Incluso en un país como Cataluña, con una identidad sólida, quienes defienden su carácter nacional, su derecho a decidir, su derecho de autodeterminación, enseguida añaden que el suyo no es en absoluto un discurso identitario. Tal es la estigmatización del concepto de identidad en España que hasta independentistas convencidos la asumen como propia.
En otros países, sin embargo, sí se habla de identidad con toda normalidad, por mucho que el españolerismo vocinglero haga como que no. Y es normal, puesto que la identidad está en constante evolución, aquí y en todos sitios. Lo natural es que sea objeto de estudio y debate; así ha sido y es en Alemania, en los países escandinavos o en Holanda. Así es en Reino Unido, donde el periodista y escritor Jeremy Paxman publica The English, o en Finlandia, donde Tommi Uschanov publica Miksi Suomi on Suomi (Por qué Finlandia es Finlandia). En España, no. España hace como el avestruz y persiste en la imposición de una visión de país monolítica y alejada de la realidad, pero apuntalada por todos los medios de que dispone el Estado. Eso incluye ridiculizar todo atisbo de debate identitario, además de tratar de ocultar y socavar aquellas manifestaciones culturales que no casen con la idea oficial de España.
Precisamente Uschanov propone en su libro una idea interesante para definir qué elementos caracterizan a Finlandia como país: identificar cuáles no la caracterizan. Si traemos ese mismo planteamiento a Canarias, convendremos enseguida que no forman parte de lo que determina Canarias ni tartanas con cocheros vestidos de cordobeses; ni exhibiciones de doma vaquera; ni desfiles militares cada dos por tres; ni juras de bandera civiles; ni mucho menos la feria de abril.
Son todas ellas manifestaciones ajenas a lo canario, que no caracterizan a Canarias en ningún sentido y que están completamente descontextualizadas, desposeídas de sentido y contenido. Resultan por tanto artificiales, impostadas, extrañas.Y sin embargo en los últimos ocho o diez años han proliferado en las Islas por iniciativa expresa de autoridades públicas y cierto empresariado. Ahora cada barrio y cada pago parece tener su caricatura de la feria de abril (o mayo). No son un fenómeno espontáneo que haya surgido como respuesta a una necesidad o una demanda de ningún colectivo social, sino que tienen digamos respiración artificial. Se celebran además en lugares emblemáticos, a menudo vetados a otros actos supuestamente menos españolizantes.
¿Qué persiguen esas élites tratando de injertar en Canarias manifestaciones culturales que no tienen ningún arraigo? Obviamente convertirnos en lo que no somos, imponer una idea de España que no admite ni pluralidad ni diversidad ni identidad propia. Pero la pregunta interesante no es esa; la pregunta interesante es ¿y realmente es necesario tantísimo esfuerzo, tamaña inversión para españolizar Canarias? ¿No estaba ya medio hecho? ¿No éramos nosotros los de la bajísima autoestima, la escasa autoconciencia, el desconocimiento de nosotros mismos?
El mismo Tommi Uschanov expone en su libro lo útil que puede resultar contrastar la cultura propia con otras para poner de manifiesto los rasgos identificadores de la nuestra. Hagámoslo y pronto hallaremos que, en contra del guineo perenne de lo mal que estamos, la cultura canaria todavía conserva una pujanza inaudita. Nuestro patrimonio musical es riquísimo, también lo es el patrimonio lingüístico, literario, plástico, deportivo, gastronómico. No hay muchos países con tal cantidad y variedad de elementos inequívocamente propios, identificadores y diferenciadores de lo que somos frente a otras comunidades humanas. Tampoco es casual que muchos de esos elementos sean precisamente los que la oficialidad, la misma que monta ferias de abril, condena al ostracismo. Si a ello le sumamos nuestra situación geográfica y nuestro devenir histórico tan distinto del español, empieza uno a ver que Canarias a pesar de todo sigue teniendo un perfil netamente propio e incómodo para el discurso españolero imperante.
Siendo así, si ya resulta difícil imponer una idea monolítica de España en la península ibérica, cuánto no costará hacerlo en Canarias. En ello siguen, convencidos del poder identitario que todavía conserva la cultura canaria. Sólo falta que nos convenzamos nosotros.