Muchas veces oí en versiones diferentes aquello de que el nacionalismo se cura leyendo o viajando, siendo nacionalismo aquí todo aquello que reivindique una visión propia de las cosas, una propia cultura con la que transitar por el mundo, sin necesidad de tutelas ni intermediarios entre nosotros y los demás pueblos. En mi experiencia quienes con tanto celo recetan a los demás lectura y viaje suelen ser precisamente nacionalistas excluyentes. Su idea de nación no es complementaria con otras, sino que se impone sobre ellas; no se enriquece con el contacto y el intercambio, sino que lo rehúye por miedo a la confrontación de ideas, no sea que se tambalee su concepción esencialista de las cosas. Quizá viajen por el mundo, aunque el mundo no pase por ellos. Pero de lo que estoy seguro es de que no leen. Porque la lectura en su sentido pleno es el antídoto no del nacionalismo, sino del cerrilismo y la cerrazón, del esencialismo.
Leer amplía horizontes, conocer culturas y vivencias distintas de las propias nos lleva a plantearnos cuestiones hasta entonces insospechadas para nosotros, y sobre todo nos aporta claridad de ideas, profundidad de análisis, también para mejor comprender el lugar del que uno proviene. Leer no te aleja de tu país, como creen esos que no leen. La amplitud de miras no te separa de lo tuyo. Es al contrario. Leer te demuestra que todos somos iguales precisamente por ser diferentes, como dice Yeray Rodríguez.
Les propongo que lean el siguiente fragmento, procedente de la novela Populärmusik från Vittula, y me digan si reconocen algo. La acción se desarrolla en el extremo norte de Suecia, en la frontera con Finlandia, y relata las vivencias de infancia y adolescencia del autor durante los años sesenta. A priori una realidad totalmente alejada de la nuestra. O quizá no tanto. La traducción es propia:
«Ser de Pajala nos hacía inferiores, eso nos lo dejaron claro desde el principio. En el atlas lo primero que aparecía era Escania, con su nombre escrito en letra grande, cruzada por infinidad de líneas rojas que indicaban carreteras y tachonada de puntos negros que simbolizaban poblaciones. Las demás provincias venían después, en letra mediana, avanzando hacia el norte conforme iban pasando las páginas. La última de todas era Norrland del norte, en letra diminuta para que cupiese en el mapa, sin líneas rojas ni puntos negros. Y al final, casi en el margen superior, rodeada por la tundra color marrón, Pajala, donde vivíamos. Al volver al principio del atlas uno podía ver cómo Escania igualaba en superficie a toda Norrland del norte, pero en color verde, al ser una región agrícola fértil. Tuvieron que pasar muchos años para darme cuenta de que en realidad Escania, toda nuestra provincia del sur, cabría enterita en lo que va de Haaparanta a Boden.
Aprendimos que el Kinnekullen se alza 306 metros sobre el nivel del mar, pero del Käymävaara, 348 metros, no oímos ni una palabra. Tuvimos que aprender de memoria el Ätran, el Viskan, o como demonios se llamaran los grandes ríos que riegan la meseta del sur de Suecia. Años después los vi con mis propios ojos. Tuve que pararme, salir del coche y restregarme los ojos: eran poco más que hilillos de agua por los que malamente se hubiera podido transportar no ya troncos, sino ni siquiera una astilla. No eran más grandes que nuestros Kaunisjoki o Liviöjoki […]
Con el tiempo caímos en que nuestra región en realidad no formaba parte de Suecia, sino que nos habían unido por casualidad. Nuestra región no era más que un apéndice al norte formado por pantanos extensos y vacíos, cuyos escasos habitantes no alcanzaban a cumplir más que en parte los requisitos para ser suecos. Éramos diferentes, un poco inferiores, un poco peor educados, un poco más pobres intelectualmente […]
Crecimos rodeados de carencia. No de carencia material, porque íbamos tirando, sino de carencia de identidad. No éramos nada. Nuestros padres no eran nada. Nuestros ancestros no habían dejado huella en la historia de Suecia. Los pocos profesores interinos del sur, de la Suecia de verdad, que pedían plaza en nuestras escuelas no sabían escribir ni pronunciar nuestros apellidos. Ninguno de nosotros se atrevía a escribir al programa de radio juvenil porque el locutor nos habría tomado por finlandeses. Nuestros pueblos eran tan pequeños que no salían en el mapa. Ni siquiera éramos capaces de salir adelante por nuestros propios medios y dependíamos de las subvenciones. Vimos cómo las últimas granjas eran abandonadas y los campos se llenaban de malas hierbas, vimos el último descenso de troncos por el río Tornionjoki y con ello la muerte de una tradición, vimos cómo la maquinaria forestal escupía humo negro de gasoil y sustituía a cuarenta leñadores fuertes, vimos a nuestros padres colgar los guantes de leñador y marcharse toda la semana a trabajar en las minas de Kiiruna. Nuestros resultados escolares eran los peores de todo el Estado. No sabíamos comportarnos a la mesa. No nos descubríamos al entrar en ningún sitio, evitábamos las verduras y no nos reuníamos a comer cangrejo. No sabíamos conversar ni recitar poemas ni envolver regalos ni dar discursos. Caminábamos con los pies apuntando hacia afuera. Hablábamos con acento finlandés sin ser finlandeses. Hablábamos con acento sueco sin ser suecos.
No éramos nada.
Sólo había una salida, sólo una opción si querías ser alguien, aunque fuera alguien pequeño e insignificante: marcharse. Aprendimos a esperar el momento de irnos convencidos de que sería la oportunidad de nuestras vidas, y así nos fuimos. En Västerås podríamos por fin convertirnos en personas de verdad. O en Södertälje. O en Lund. O en Arvika. O en Borås. Fue una verdadera evacuación, una oleada de refugiados que vació nuestros pueblos. Por voluntad propia, nos parecía extrañamente. Una guerra invisible.
Los únicos que volvían del sur eran los muertos. Víctimas de accidentes de tráfico, suicidas, después los primeros muertos de sida. Pesados ataúdes inhumados en la tierra helada del cementerio de Pajala, entre abedules. Habían vuelto a casa. A su país».
Lo que se cura leyendo es el centralismo. Lo que se cura leyendo es la endofobia y el descentramiento. Lo que se cura leyendo es la intolerancia.