El año pasado tuve la suerte de pasar unos días en Lanzarote después de una década sin poder disfrutar de su volcánica belleza. Para una canaria no residente (tiene guasa la denominación) es, sin duda, todo un acontecimiento. Los billetes de avión desde Tenerife me costaron casi tanto como los de Europa a la isla picuda, eso por no hablar de los desorbitados precios turísticos en una isla que todavía resiste “bien” al embate re-colonizador por defecto de este siglo XXI: la turistificación o el turismo de masas sin sentido; que sabemos muy bien que no repercuten como debieran, o más bien nada, en el bienestar de la isla y sus habitantes.
Aproveché, claro está, la oportunidad para visitar a algunos queridos amigos que, pese a todo, han decidido seguir haciendo su vida en la islita, contribuyendo con su buen hacer a mantener vivo el legado de sus antepasados y sabiendo aportar una visión sana de futuro a sus menesteres.
Por supuesto, también quería conocer algunos lugares en los que nunca había estado, ¡hay tanta magia en un espacio tan limitado como es una isla!, y la Fundación César Manrique estaba entre mis prioridades en esta ocasión. La visité por primera vez con todo el esmero que el lugar merece; había estado muchas veces en Lanzarote y nunca donde César vivió y disfrutó de tantos sueños, y nunca tan cerca de donde dejó de existir.
Sobra decir la fuerza que tiene aquella morada reconvertida en museo-fundación… Estaba sobrecogida pero, por supuesto, no faltó el ruidoso grupo de turistas que todo-lo-toca rompiendo la paz del entorno. Eso me llevó a pasar más rápido por algunas salas, con la intención de quitármelos de encima cuanto antes. Al entrar en una de las últimas estancias blancas inmaculadas, saludé al chico que estaba allí de guardia. Me devolvió el saludo y cuando pasé por delante de él oí que se reía, esa risa corta de sorpresa, ese ¡ja! para, acto seguido, preguntarme:
-Disculpa, ese tatuaje que tienes en la espalda, ¿en qué idioma está?
Me di cuenta entonces de que se había percatado de mi tatuaje en tifinagh, una traducción que hace algunos años le pedí al Dr. Rumén Sosa.
-Ah, es bereber- le respondí, un poco sorprendida por la pregunta.
-Sí, no estaba seguro, es que yo soy…
-Tienes mucha cara de bereber- le interrumpí.
Se rió.
-Sí, es que yo soy bereber. Bueno, mi familia, yo ya nací en Lanzarote, pero ellos son de los altos del Rif.
-¿Puedes leer lo que pone?
-Por desgracia, no. Sólo recuerdo algunas letras. Pero, ¿qué significa?
-Guanche- le digo orgullosa- una manera de honrar a los antiguos canarios.
-Ah, claro, ¡pero a los guanches los mataron a todos!
-Bueno, no creo… Estás hablando con una guanche nueva– le guiño un ojo y continúo mi visita.
No deja de sorprenderme que un discurso construido ya andando el Siglo XX (el de la extinción total de los antiguos canarios) haya calado tan hondo y esté tan arraigado todavía a pesar de todas las evidencias científicas, y a pesar de ser solo eso, un constructo que sirvió al tardío régimen franquista. Menos mal que hay tanta gente valiosa (historiadores, lingüistas , etnógrafos, arqueólogos…) luchando contra las mentiras y la desmemoria e intentando dar a este pueblo humilde el lugar que le corresponde en el mundo.
Sin duda, el mundo guanche desapareció casi en su totalidad, tal y como se entendía. Sin embargo, tradiciones, vocablos, ritos, costumbres… y personas, sobrevivieron a la barbarie castellana y ayudaron a construir la sociedad canaria que nos ha traído hasta aquí. No sigamos dando voz a la mentira mil veces repetida.