Nos hemos acostumbrado a ella hasta el punto de tenerla por definitoria de lo que somos. Aparece constantemente en discursos y declaraciones de figuras públicas de toda adscripción, y ha terminado por incorporarse a la canariedad como componente innegable. El presidente del gobierno anterior insiste en el reconocimiento de nuestra singularidad, el presidente del gobierno actual anuncia un frente para defender nuestra singularidad, varios expresidentes debaten sobre nuestra singularidad fiscal, el ministro de agricultura alaba la singularidad de nuestros alimentos, Yolanda Díaz destaca el compromiso del Gobierno español con la singularidad canaria, la Ley del Sistema Público de Cultura proclama la singularidad de la cultura canaria, los expertos certifican la singularidad de la historia económica isleña…
Todo lo nuestro parece ser singular. Ser singulares es el papel que nos ha tocado representar y por lo que se ve lo tenemos plenamente asumido. Pero ¿a qué nos referimos concretamente cuando hablamos de singularidad? Lo cierto es que no resulta fácil desentrañarlo, ya que, a pesar de la omnipresencia del vocablo, su significado es a veces difuso y puede variar según la circunstancia. Digamos que, por lo general, la singularidad suele reducirse a dos conjuntos de realidades diferentes, pero que a menudo aparecen entreverados: por un lado tenemos las diversas medidas económicas y fiscales diferenciadas que recoge el Régimen económico y fiscal (REF) de Canarias; por otro están las características que justifican esas medidas, y que suelen resumirse en lejanía, fragmentación territorial, insularidad, escasez de recursos naturales y desventajas estructurales permanentes.
Decía más arriba que la singularidad parece hoy perfectamente integrada en la idea de canariedad, y por esa razón se nos presenta siempre bajo una luz positiva, somos singulares, somos una tierra única, y esa idiosincrasia irrepetible merece ser cantada y defendida porque es elemento indisociable de nuestra identidad como pueblo. Esta asertividad festiva, sin embargo, contrasta con lo que nos encontramos detrás de esa singularidad presuntamente nuestra a poco que escarbemos en el discurso: “lejanía”, “fragmentación”, “escasez” o “desventaja” son conceptos poco propicios para la celebración. La singularidad quiere presentarnos a Canarias como un país único, extraordinario, atractivo, y al mismo tiempo inclemente, incapacitado para la prosperidad, necesitado de ayuda externa para sobrevivir. La contradicción no puede estar más clara.
Y es que el discurso de la singularidad no es más que eso, un discurso. Un ejercicio de equilibrio imposible entre la imagen paradisíaca de la propaganda turística y la reclamación de concesiones por lo duro que resulta hacer vida aquí a causa de nuestros condicionantes, que encima, nos dicen, son permanentes y estructurales. Pero ¿realmente lo son? Empecemos por lo evidente: Canarias no es un territorio continental, sino un archipiélago atlántico norteafricano. ¿Hay algo más consustancial a los archipiélagos que la insularidad y la fragmentación territorial? Resulta absurdo presentarlas como singularidades. La lejanía –de los centros de poder, se entiende– es relativa, pues Canarias cuenta con una conectividad aérea y marítima de la que presumir. Es mucho más fácil viajar a Canarias desde las principales capitales europeas que a muchos destinos de ese mismo continente. Y en cuanto a la escasez de recursos, contamos con uno de los principales bancos pesqueros del planeta, condiciones de sol y viento constantes y estables, un potente atractivo turístico, productos agrícolas de calidad excelente, una cultura con gran potencial económico y en un idioma con cientos de millones de hablantes. Otros territorios son estados soberanos con mucho menos.
Así, el discurso de la singularidad se fundamenta en el descentramiento de la percepción, adopta como centro las características de territorios continentales europeos para, desde ese prisma, interpretar la realidad canaria. Sólo así se entiende el sinsentido de que todo lo canario resulte singular, porque se lo equipara a las circunstancias de un espacio continental, asumidas como patrón de normalidad. Al igual que ocurre con la falsa dicotomía centro-periferia, en la dupla normalidad-singularidad a Canarias le toca sentarse en el rincón de los singulares –los receptores, los consumidores, los dependientes, frente a los normales, emisores, creadores y autónomos–. Por supuesto que las Islas deben dotarse de un marco propio –y no sólo en lo económico y tributario– necesariamente distinto del ibérico o el europeo, pero ese marco ha de estar firmemente anclado en nuestra normalidad, la de un archipiélago atlántico norteafricano, no en la de un continente lejano para el que seamos una anomalía necesitada de atención especial en su desvalimiento.
El descentramiento no es, sin embargo, el único problema del discurso de la singularidad. Esta suele aparecer acompañada de la idea de compensación, que da sentido a las disposiciones supuestamente ventajosas del REF: medidas compensatorias por nuestras presuntas desventajas estructurales. Esta es la cara más interesada del discurso de la singularidad, la que esgrime las pretendidas taras permanentes de Canarias para insistir en una narrativa dependentista con la que extraer concesiones y exenciones que sirven para enriquecer a los grandes grupos de poder, principales beneficiarios hoy del REF. Son esos mismos grupos los que promocionan el discurso de la singularidad de Canarias, están muy cómodos en su papel secular de intermediarios, exprimiendo al máximo las bonificaciones fiscales que los eximen de contribuir justamente al desarrollo del país que los enriquece. Por eso andan con la cantinela de la singularidad día sí y día también, les renta mucho más dejar de pagar impuestos con el cuento de nuestra incapacidad que construir un proyecto de país viable. O eso creen desde su cortoplacismo. Son refractarios a la competencia y huyen de la responsabilidad que trae consigo la capacidad de decidir.
Asumir como propia la singularidad de Canarias es comprar el modelo dependentista, subalterno y, en definitiva, colonial que todavía hoy caracteriza al Archipiélago. Es seguir existiendo en función de lo que otros decidan por nosotros, fuera y dentro de las Islas. Lo que nos presentan como singularidad no es más que la condición normal de Canarias, normal pero necesariamente distinta de la existente en la península ibérica o la Unión Europea. Poner en el centro nuestra normalidad puede hacernos perder algunas concesiones por ser “singulares”, pero a cambio entraremos en la vía que nos aleje por fin del actual subdesarrollo hacia un progreso realmente digno de ese nombre.