Publicado originalmente el 24 de septiembre de 2016
Tenía yo unos catorce años cuando, en una clase de lengua, la profesora obtuvo en mí una respuesta que al parecer no esperaba. «¿Por qué se produce la diabetes?», a lo que yo respondí «es cuando el páncreas no segrega insulina». Hacía poco había escuchado en algún programa de televisión esta explicación más o menos exacta y la recomendación de la maestra fue que estudiara la rama de ciencias. Tanto me influyó ese consejo que acabé haciendo ingeniería mecánica.
Comienzo con esta premisa para dejar claro que no soy experto en la materia de la que escribiré a continuación aunque siempre fui un apasionado del lenguaje y de la comunicación en general, así como de la historia. Por suerte o por desgracia (para esas profesiones o para mí indistintamente) no me dediqué a ellas sino por afición y lo que sé no tiene valor de letrado, ni muchísimo menos.
El habla en Canarias, como rasgo de una cultura asimilada como subalterna, ha tenido que combatir con múltiples obstáculos: la prohibición y la extinción de la lengua precolonial, la marginación de las formas heredadas, nacidas o interpretadas en entornos rurales, la coexistencia en un segundo plano bajo la oficialidad de otras modalidades, la reducción al absurbo, la burla y la comicidad o la exaltación de rasgos vulgares presentes también en otras latitudes pero asumidos como propios. Mucho se habla en estos foros -y debe seguir haciéndose- de las cuatro primeras batallas mencionadas. Si una cultura se razona a si misma como apéndice de otra, todos sus rasgos serán valorados como tal. Pero yo quisiera hacer hincapié en lo que considero otro mal seguramente no malintencionado pero que puede tener consecuencias semejantes.
El habla canaria es una modalidad dialectal del español. Dentro de un mismo archipiélago podemos encontrar particularidades que se reducen a una sola isla o incluso a una parte de ella. Muchas son las razones que explican este fenómeno y bastantes son atribuibles a la geografía y a la historia reciente. El hecho de que este dialecto haya sido condenado al ostracismo generó y aún provoca un sentimiento de rechazo a ese hecho que motiva el esfuerzo por su conservación y divulgación. Esta exaltación en su extremo llega a ser contraproducente. Por una parte están los que impiden al canario reproducirse dignamente en ámbitos cultivados y los reducen a los entornos más incultos, vulgares, ignorantes u ordinarios. No es necesario hacer un esfuerzo demasiado grande para evocar algunos ejemplos en nuestra televisión. Un dialecto se considera como tal cuando todos sus usos reconocen sus características. Este tipo de actitudes alejarán para siempre el canario de los ámbitos académicos o formales. Por la otra parte encontramos un forzado y contundente rechazo a los aspectos no propios sin haber estudiado antes qué lo es y qué no lo es.
Actualmente la escritura es un sistema de representación del que el canario se aleja progresivamente llevándose consigo su propia pervivencia. En muchos foros escritos -hoy tan en uso gracias a la implantación de la tecnología smartphone en nuestra cotidianeidad- encontramos espacios para la reivindicación de nuestro habla, a mi juicio, de una manera equivocada. «Alcánzame las joses«, «un abraso» o «no seas jediondo» son casi tan frecuentes como los recurrentes «vuestro», «sois» y demás esnobismos. Los primeros desde el amor por la identidad en difuminación o desde la ignorancia; los segundos únicamente desde la inconsciencia.
El alfabeto latino es el más usado en nuestro planeta. Sus veintitrés signos gráficos principales junto a todos los diacríticos habidos y por haber, en soledad o combinados nos llevan a múltiples fonemas en la comunicación oral. Es muy frecuente escuchar que «en Canarias no pronunciáis las zetas», pero también lo es «en Canarias no pronunciamos las zetas». Parece que para esta afirmación está todo el mundo de acuerdo.
Aquí viene mi disertación y serán los doctos quienes juzguen mi discernimiento. En Canarias sí se pronuncia la zeta. En todos sus rincones. La letra «z» en Canarias se pronuncia en cada pueblo y cada ciudad con el fonema fricativo alveolar /s/. Esta característica la comparten el 90 % de las personas que en el mundo hablan español. Es decir, las letras del abecedario no son exclusivas de un habla, y ni siquiera de un idioma. La fonética que corresponde a cada signo depende del punto del planeta en el que nos encontremos. ¿Se atreve alguien a decir que los italianos no pronuncian la «c» por el hecho de que, acompañada de «e» o «i» la pronuncian /tʃ/, tal y como leemos en español la «ch»? Me niego. Me niego a regalar las letras del abecedario a una modalidad lingüística que además no es siquiera mayoritaria entre los hispanohablantes. No reconocer en el abecedario la relación con nuestros propios fonemas es una evidencia de que consideramos otras modalidades como correctas y no así la nuestra.
Esta errada reivindicación aleja nuestra habla de un patrimonio tan eterno y formal como es la escritura, y a la que nuestro dialecto también tiene derecho. Mi protesta tiene como objetivo que el léxico, la gramática y todas las características propias del español de esta latitud mantengan su forma y encanto y, si nos dejan, siga desarrollándose como vino haciéndolo hasta que nos sobrecogimos y nos hicimos chiquititos ante la fuerza de lo exógeno. Un habla o una lengua que no da espacio a la escritura como suya propia está, además de por otros motivos, condenada a desaparecer. Cuando escribamos «corazón» y estemos leyendo (/k/, /o/, /ɾ/, /a/, /s/, /o/, /n/), nos habremos puesto la cabeza a la altura de la dignidad de cualquier habla. Mientras tanto tenemos que conformarnos con nuestro instinto cómico.