Tras el fin de la guerra, el autor se vuelve a Austria. Y lo hace por los mismos motivos por los que antes la había abandonado: si durante la contienda el aire se había vuelto casi irrespirable para un artista, ahora su país necesita la ayuda de todos.
Eso sí, antes de abandonar Suiza tiene dudas, casi hasta el último momento: allí tiene una vida cómoda en lo material. Esta decisión significa volver a un país en plena depresión económica.
Al final, su sentido del deber se impone y cruza la frontera, donde más que cambiar de país, cambia de mundo: los estragos de la guerra se hacen notar en las infraestructuras, en la vestimenta, en los rostros… Al llegar a la primera estación en Austria, el tren permanece detenido largo tiempo. Nadie parece poder explicar por qué. A Zweig le llama la atención ver soldados, autoridades civiles y militares con sus esposas, todos ellos en postura hierática, que contrasta -sobre todo en el caso de los soldados- con el pobre estado de sus uniformes. Es entonces cuando Zweig es testigo de uno de los acontecimientos que marcaron el comienzo del siglo XX. Un tren se va aproximando lentamente en sentido contrario y Zweig puede ver en su interior a la familia imperial austriaca en el momento en que ésta abandona el país. El Imperio Austro-Húngaro muere para dar nacimiento a la nueva República de Austria.
Tras su vuelta se establece en Salzburgo, ciudad en la que vivirá casi veinte años, hasta su marcha a Inglaterra, motivada por los episodios antisemitas y de odio contra su obra por parte de los nazis.
Los primeros años tras la guerra son muy difíciles. Hay escasez de casi todo. Pero el escritor sigue creando contra viento y marea desde su nuevo hogar. Tras tres años muy duros las condiciones de vida empiezan a mejorar en todo el país.
Otro aspecto destacable de este libro de memorias es cómo se describe en él el Berlín de entreguerras. Se entiende mejor así el auge del nazismo en medio de la decadencia en la que se había sumido la capital alemana; también su posterior implantación en Austria en medio de la encrucijada histórica en la que se encontraba este país a principios de la década de los ’30 del siglo pasado.
Tras un periodo inicial en el que la inflación había afectado sobre todo a Austria y en la que el marco alemán se había mantenido relativamente estable, los primeros años de la década de los veinte ofrecen un panorama bastante diferente: el asesinato, en junio de 1922, de Walter Rathenau, Ministro de Asuntos Exteriores, hombre culto, inteligente y buen amigo de Zweig, desconcierta aún más a una sociedad en estado permanente de inseguridad. Es ahora Alemania la que no consigue controlar su inflación. Una inflación que supone una humillación aún mayor que el haber perdido la guerra: los precios son tan altos y tan volubles que se está creando el caldo de cultivo para la llegada del “hombre fuerte” que garantice la seguridad y la estabilidad por encima de todo.
Pero no es sólo la situación económica la que refleja el declive vertiginoso de Alemania. Es normal ver en Berlín, en locales de alterne, a altos funcionarios borrachos como cubas. La falta de horizontes es tal que el alma alemana parece haberse puesto en marcha para autodestruírse con eficiencia y metodología teutónicas. Mientras tanto las fuerzas de extrema derecha se frotan las manos pensando: “Mientras peor le vaya al país, mejor para nosotros”
La situación en Austria se vuelve más complicada. A partir, sobre todo, de 1933 la presión se va haciendo cada vez más insoportable. El país alpino no goza de soberanía completa, puesto que su alianza con Prusia ha sido más bien forzada y la Italia de Mussolini ejerce de protectora. Las posibilidades de Austria no son muchas: contar con la ayuda de las naciones del antiguo imperio resulta impensable, puesto que Hungría ve en Austria a un país empobrecido y Checoslovaquia teme la vuelta de los Habsburgo; queda solo una opción digna, la Italia de Mussolini. O eso, o ser absorbidos por la Alemania Nazi.
El primer ministro Dollfuss llegará con relativa facilidad a un acuerdo con Mussolini. Eso sí el precio a pagar será altísimo. Para empezar, la prohibición del Partido Socialista, en aquel momento, la fuerza política mejor organizada y con mayor número de afiliados de todo el país. Los socialistas no piensan quitarse de en medio sin oponer resistencia. Al mismo tiempo, los líderes obreros son conscientes de que una revuelta armada sería la excusa perfecta para que Hitler invadiera el país. Así que intentan llegar a un acuerdo.
Años antes había sido creada en Austria la Heimwehr una organización paramilitar de extrema derecha que tenía como líder a Fürsten Starhemberg, un führer filohitleriano que había pasado a defender la soberanía austriaca frente al propio Hitler. Al igual que el resto de organizaciones fascistas de la época se toma su trabajo de hacer rodar cabezas muy en serio.
Un acuerdo entre el Partido Socialista y el gobierno parece estar al alcance de la mano. Parece, porque a Starhemberg no le gusta que le quiten su diversión sin haberle consultado y los paramilitares empiezan a tomarse la justicia por su mano. La reacción subsiguiente no se hace esperar. En Viena la revuelta dura tres días, hasta que el ejército logra aplastar la insurrección popular.
En este contexto se va cocinando el ambiente que luego permitirá que Hitler, otrora joven artista desdeñado por Viena, entre en la ciudad como gran líder. Eso será en marzo de 1938.
La lectura de El mundo de ayer se nos antoja de particular pertinencia en el marco de la celebración del 101º aniversario del Armisticio de Compiègne; pero, sobre todo, en el actual contexto de aumento de los movimientos de extrema derecha en todo el mundo. No está de más que nos recordemos cómo llegaron al poder los Trumps, Salvinis y Bolsonaros de la época; y, sobre todo, las consecuencias en términos de odio, destrucción y guerras que esto tuvo para toda una generación de europeos.