Dedicado a Diodoro Santana Suárez*, bibliotecario jefe en el cielo
Juan Jiménez, el poeta del Carrizal, afirmaba que el saber es universal, que nos pertenece a todos. Y Manuel Padorno, el poeta de Punta Brava, solía decir que la primera vez que alguien entra en una biblioteca ocurre algo único: el momento en que el libro elige a su lector.
Mis primeras experiencias con los libros se remontan a la infancia:
La colección de mi padre, que le parecía inmensa al niño que yo era. Estaba compuesta, sobre todo, por ensayos que había ido recopilando desde su etapa universitaria. De crío, muchas de mis tardes giraron en torno a esa habitación en la que, a pesar de no haber casi obras infantiles o juveniles, bastaba la simple presencia rotunda, estable, permanente de los volúmenes. Allí descubrí los versos de Bécquer, aprendí mis primeras palabras de guanche, me fui de viaje submarino con el capitán Nemo, hablé con el duende saltarín, se me puso la piel de gallina con “Money for nothing” y sentí el estrépito que acompañó la toma de la Bastilla.
Apenas sabía hablar cuando cuando entré por primera vez en la biblioteca del Obelisco. Como mi madre era la encargada del bibliobús, pasaba en él tardes enteras haciendo deberes y leyendo historias. Ese lugar llegó a convertirse en mi segunda casa.
Desde entonces, los libros me han acompañado a lo largo de toda mi vida; me han ayudado a conformar mi manera de pensar, de sentir, de entender y ver el mundo y de relacionarme con los demás. Aquellas tardes hicieron que enraizara en mí una familiaridad, que luego, casi sin darme cuenta, he ido transmitiendo a mis hijos.
En Bruselas, ciudad en la que vinieron al mundo, hemos pasado muchas tardes entre libros, juegos y cuentacuentos. Los preferidos de las niñas eran los que contaba el abuelo Koen en la biblioteca neerlandófona de Etterbeek, en el Parque Jean-Félix Hap.
Luego, al llegar a Viena, hemos continuado con la tradición. Esta vez vamos a la Hauptbücherei, en Urban Loritz Platz. Cada sábado, una golosina en la tienda rusa y a visitar a Pippi Calzaslargas y al Principito.
Donde me crié, en el barrio palmense de Quilmes, en Tafira Baja, no había ninguna. O, mejor dicho, sí había una, la del colegio. Pero sólo abría en horario lectivo. Recuerdo aquellos recreos en los que mi imaginación volaba con un libro entre las manos, con el trote y el vocerío de los demás chiquillos de fondo.
El resto del día, o estábamos en clase o estaba cerrada. Así que la biblioteca familiar sustituía a la del colegio. Y, de hecho, más de un crío del vecindario venía a casa en busca de ayuda para sus trabajos escolares.
El barrio de mi infancia era un típico arrabal infradotado de Las Palmas a finales de los setenta, con ausencia casi total de infraestructuras y actividades culturales. Mi hija mayor se sorprende cuando nota mi contento al acompañarla a la escuela de música a la que acude cada semana. «Donde yo me crié no había nada de esto, Mararía”. Su asombro despierta recuerdos de infancia y me hace valorar aún más ese rincón familiar en el que encontraba refugio cuando no estaba jugando al fútbol o corriendo aventuras en Barranco Seco.
Las bibliotecas nos dicen mucho sobre quienes habitan un lugar. Al igual que el rumor del viento en Tamadaba, nos invitan al recogimiento y a la reflexión. Como la sinfonía de las olas en Las Canteras, a trascender, a ser más allá.
Y cada una tiene su propia personalidad.
Pienso ahora en la biblioteca Joaquín Artiles, frente al Parque de los Moros, en Agüimes, una vivienda con rasgos tradicionales de arquitectura local, donde ordenadores y un patio típico conviven en armonía. Recuerdo entrar en aquella pequeña casa y encontrar al otro lado del mostrador a mi buen amigo Diodoro Santana; interrumpir nuestra conversación decenas de veces: alguien había entrado para entregar libros y aventurarse con nuevas lecturas. Comentaban cuál le había gustado más, cuál menos, por qué. Y Doro, sabio orfebre conocedor de las filigranas del alma humana, ofrecía nuevas recomendaciones a su paisano.
No quiero imaginar una vida sin bibliotecas. Ni una en la que estén lejos o poco accesibles; en la que, como en aquellas pesadillas en las que hay un pasillo interminable, la entrada se vaya alejando de nosotros conforme damos cada paso. No. Prefiero soñar con un futuro en el que los libros sigan eligiendo lectores y en el que éstos accedan al conocimiento, que es universal, que nos pertenece a todos.
* Diodoro Santana Suárez (1973 – 2012) fue coordinador de bibliotecas y archivero del municipio de Agüimes y primer presidente de la Asociación del Personal Bibliotecario de Gran Canaria (2010 – 2012). Su legado como bibliotecario y documentalista ha dejado una profunda huella en numerosos colegas de profesión de todo el Archipiélago y en multitud de usuarios de las bibliotecas municipales en las que trabajó.