Rendirte un breve homenaje. Señalar el lugar que nunca debías haber abandonado. Realizar un acto de justicia poética. Tal, el fin de estas líneas.
Desde que nuestros antepasados norteafricanos te hicieran con sus propias manos, has ido pasando de generación en generación, de abuelas a madres e hijas; de abuelos a padres e hijos. Colonos castellanos, normandos, flamencos se dejaron seducir por tu aroma. Alimentaste tanto la nostalgia del indígena como la curiosidad del colono. Fuiste elemento de continuidad entre el antiguo mundo y el mundo nuevo.
Como sustento básico con leche; de postre, con frutos secos; en forma de pella o pelota; espolvoreado sobre el potaje de verduras; mezclado con plátano o con aceite y azúcar. Y siempre bajo la mirada y en manos de quienes, en tiempos de paz y de guerra, con vacas gordas y vacas flacas, querían lo mejor para sus hijos.
Con millo del país, sevillano o argentino; con trigo, cebada, avena… con todo tipo de cereales y a diferentes grados de tueste. Dejarlo reposar en las sacas, irlo añadiendo poco a poco al molino para que baje y las piedras -una fija, la otra girando- muelan el grano y lo devuelvan en forma de harina. La piedra superior gira; la inferior, estática, sirve de base para el grano que se va moliendo. Perpetuum mobile que, desde el pasado indígena se proyecta hacia el futuro globalizado. En el girar de esas piedras innumerables generaciones se dan la mano en una gran cadena humana.
Has estado en las duras y en las maduras. Desde la cuna hasta el ataúd. Incluso cuando el café no olía a café y la vuelta de los indianos era una fiesta, allí estabas tú para recordarnos que hay cosas que no cambian; que hay fragancias que nos acompañan desde los tiempos de guayres y harimaguadas.
Hoy te presentas -tímido y modesto- en estanterías de elegantes capitales europeas que te reciben como alimento alternativo con ventajas dietéticas innegables. Pero tú, fiel a tu carácter y a tu historia, no haces caso de cantos de sirena y te dices que tus aromas se despliegan plenamente junto a las aguas del Atlántico, que tu textura tiene algo de arena de playa y tu sabor, de lava de volcán. No te molesta que te saboreen a orillas del Danubio o junto a la Grande Place. Al contrario, te imaginas despertando recuerdos en algún tamaimo lejos de estas costas y, por unos momentos, te sientes embajador de canariedades flotantes.
Pero que sean los críos, los chinijos, los pollillos, los pitufos de las islas quienes más te zarandeen, te empujen, te tiren y te saboreen. Eso es lo que tú quieres. En forma de gofitos, de ambrosías, de polvorones o como se les ocurra y les plazca…
Andas preocupado, como tantos otros, por los que vienen detrás. Te dices que hay madres y padres que se han dejado engatusar por cereales made in USA plenos de conservantes industriales y azúcar a raudales.
Yo quisiera saber cantarte como hiciera Neruda con la papa, como Espinosa, con el camello de Lanzarote, para decirle al mundo que, desde el bebé biberón hasta el abuelo tazón, llenas de aromas familiares hogares que, día tras día, rememoran lozanías, arrancan sonrisas, cultivan esperanza, sueñan con futuros y comparten alegrías y pesares.
Estás en nuestra mesa, pero también en nuestra música, GO-re-FI-o-SOL, moreno y oliendo. Y yo quisiera aquí traer un zurrón de palabras para honrar tu memoria, tus valores, tu presente y tu porvenir.
Pero entiendo tu enfado.
¿Estarás preparándote para envolvernos en calima y embadurnarnos de arriba abajo como si volviéramos a nacer, seres hechos de tu barro? ¿Un huracán, acaso, con círculos concéntricos; el de afuera de millo, los de enmedio de trigo y avena, el de adentro de cebada?
Entiendo tu enfado. Demasiado te hemos dado de lado. Pero te pido, alimento amigo, que en lugar de arrasar lo que a tu paso encuentres, lluevas sobre los campos para dar de comer a los pobres: son muchos y andan desorientados.
Hemos dejado de cultivar para importar de fuera. Todo nos parecía más bonito, más atractivo, más moderno; mejor, en una palabra. ¡Si hasta hemos llegado a pagar al importador para que venda más barato su producto que el que nuestra tierra pare! Por eso entiendo tu enfado, que te eleves sobre el mar disfrazado de arena sahariana, cubras el cielo de amarillo calima y nos envuelvas amenazante desde arriba.
Entiendo tu enfado. Pero quiero que sepas que en casa despertamos cada mañana y, junto al olor a café recién hecho, sentimos aletear por la cocina el aroma que sale de la lata de gofio. Que empezamos el día con vigor, acompañados de la fragancia que acompañaba a nuestros guanches, y a sus hijos, y a los hijos de sus hijos. Porque eso no han podido quitárnoslo. Quiero que sepas que, a veces, cuando busco un grato recuerdo de infancia, cierro los ojos y vuelvo a sentirte, muy adentro y calentito.
Y que eso te calme, que pase tu enfado, que de calima asfixiante te vuelvas arena junto al mar; de presencia amenazante, suelo firme que pisar. Tú, gofio, eterna materia salida de manos pobres desde la noche de los tiempos, hijo de la madre tierra que das vida a guanches y tamaimos, a los que se quedaron y a los que se fueron, y que te posas, como sin quererlo, sobre los mil objetos cotidianos que dan sentido a nuestro existir.