El 11 de noviembre de 1918 se firmaba en el bosque de Compiègne, el Armisticio del mismo nombre, que fijaba las condiciones que ponían fin a la Primera Guerra Mundial. Este mes de noviembre, 101 años después, es un buen momento para reflexionar sobre aquel periodo histórico que tan profunda huella ha dejado en la psique colectiva de los europeos y cuyas consecuencias aún se dejan sentir hoy.
Para esta reflexión contamos con la ayuda de una obra excepcional, El mundo de ayer: memorias de un europeo, de Stefan Zweig. Su prosa, tan breve como elegante, alcanza una altura sublime. Al mismo tiempo, El mundo de ayer es, además del producto del trabajo de un fino artesano, un libro duro, salido de las entrañas de una época llena de luces y de muchas y espesas sombras.
Como el mismo Zweig explica al principio del libro, se trata, más que de una autobiografía, de las memorias de una generación, de una época. Abarca desde sus años escolares en Viena, a finales de la década de los ochenta del siglo diecinueve, hasta septiembre de 1939, momento en que Inglaterra le declara la guerra a Alemania.
Esta obra singular tiene muchas facetas destacables:
Por un lado, se detiene en la Viena de sus años de formación. A su ciudad natal volverá luego en diferentes momentos de su vida, pero es sobre todo cuando describe la etapa que dura hasta 1917, año que en se muda a Suiza para estrenar en Zurich su obra de teatro “Jeremías”, cuando Zweig se lleva al lector de viaje a su Viena, una ciudad en plena ebullición literaria y cultural.
A través de sus viajes nos acerca a la Bélgica, la Francia y la Inglaterra anteriores a la Primera Guerra Mundial. Este periodo, inmediatamente posterior a su etapa universitaria, fue fundamental a la hora de apuntalar uno de sus credos: el de Europa como espacio cultural común. Su amistad con los poetas de lengua francesa Emile Verhaeren y Paul Valéry y sus contactos con otros artistas de su generación fueron decisivos a la hora de dar forma a esa incipiente vocación literaria, en la que aún no se sentía seguro.
Su encuentro con Rodin, escultor ya consagrado y mucho mayor que él, constituye, en este contexto, un relato muy esclarecedor. El escultor francés lo invita a visitar su estudio y, frente a una escultura, olvida la presencia del joven visitante. Durante un periodo de tiempo difícil de determinar -el escultor parece haber salido del tiempo, tal es su concentración- Rodin entra en un diálogo profundo con la materia y olvida todo lo que le rodea. Terminado este trance se dirige hacia la puerta y, tras un momento de vacilación, se da la vuelta y ve al joven Zweig. En un primer momento parece enojado, como preguntándose “¿Qué hace aquí este intruso?”. Unos segundos más tarde, su rostro se suaviza y con una leve sonrisa se disculpa por el descuido, invitándolo a abandonar juntos el taller. Esta experiencia supuso un momento determinante en su formación como artista: le enseñó la poderosa energía que fluye entre el creador y su obra en el momento del parto, del nacimiento de la nueva creatura.
Pero su afán por conocer nuevos mundos, nuevos realidades, lo lleva a viajar más allá del continente europeo. Antes de que estalle la Gran Guerra viajará también a la India y a Estados Unidos. En su viaje a la India conocerá a Karl Haushofer, futuro agregado militar alemán en Japón y creador del concepto de “espacio vital”, del que tan bien se servirá años más tarde un joven austríaco de nombre Adolf Hitler para apuntalar su proyecto expansionista y antisemita.
Si algo caracterizó a Zweig, aparte de su actividad literaria y de su curiosidad casi infinita, fue su postura antibelicista y proeuropea. En todo momento se opuso a los intentos de enfrentar a las opiniones públicas de Austria y Alemania, por un lado, y de Bélgica y Francia, por el otro. Para su sorpresa, su postura no fue mayoritaria entre sus colegas escritores durante los primeros años de la Gran Guerra: muchos de ellos pusieron su voz al servicio de la gran ópera de la muerte. No fue ese el caso de Zweig, que de manera innegociable se opuso a todo intento de instrumentalización de su obra en contra de otra nación.
En este periodo, el escritor se refugia en la escritura, mientras se gana la vida trabajando en un archivo militar gracias a la ayuda de un amigo suyo. Hasta tres periódicos le habían propuesto convertirse en corresponsal de guerra. A cambio debía enaltecerla y justificar el ataque contra el “enemigo”: se exigía de los vates nacionales que exaltaran las virtudes patrióticas de los combatientes, al tiempo que no se toleraba la más mínima crítica. Pero Zweig se había prometido no escribir ni una sola palabra alabando la guerra o fomentando el odio contra otra nación.
La oportunidad, sin embargo, llegó de manera inesperada: en la primavera de 1915 la gran ofensiva austroalemana consigue romper la línea rusa y apoderarse de Galicia y Polonia. Un coronel le informa de que el archivo militar quiere reunir para su biblioteca las proclamaciones y ataques rusos, y necesita que alguien vaya a ciudades como Tarnów, Drogóbych o Lvov antes de que estos documentos puedan ser destruídos. Zweig accede de inmediato. Por fin se hace realidad la oportunidad de ir al frente, de ver la contienda que tanto rechaza, pero tan poco conoce.
La experiencia le resultará de gran utilidad. Con la ayuda de recaderos judíos bien organizados recaba el material que necesita en cada ciudad en dos o tres horas. El resto del día puede dedicarlo a ver con sus propios ojos los efectos de la guerra sobre las poblaciones locales y el estado del ejército y de los soldados. Dos cosas llaman poderosamente su atención: el sufrimiento de la población y, sobre todo, de los judíos, que viven hacinados; y la situación de la soldadesca, muy alejada de la estampa épica que se presenta en Viena.
Especialmente revelador en este sentido resultará el viaje en tren desde el frente hasta Budapest. Ocho horas en las que compartirá vagón con un dentista húngaro convertido de la noche a la mañana en cirujano encargado de amputar, sin cloroformo, miembros a soldados heridos, y que agotado y desesperado poco podrá hacer por aliviar el sufrimiento de los soldados que, a su alrededor, aún no hayan muerto.
Estos días en el frente serán determinantes para que, de una postura de no apoyo a la guerra, pase a una postura abiertamente antibelicista. Es entonces cuando decide escribir la obra de teatro “Jeremías”. Toma esta figura bíblica y la convierte en mensajera para sus contemporáneos. Para su sorpresa, el libro se edita y se vende bien. Recibe felicitaciones, y hasta el bando probélico acoge el trabajo con respeto. Así y todo Zweig tenía claro que esa obra no se representaría durante la guerra.
Con esa idea en mente recibe una carta del director del Teatro de Zurich en la que éste le anuncia que quiere representar la obra inmediatamente. Suiza, ese pequeño país neutral vecino de Austria, no entraba en los cálculos de Zweig. Por supuesto que sí, responde sin vacilar.
Pero para salir de Austria y representar la obra necesita un permiso oficial. Así, se pone en contacto con el Departamento de Propaganda Cultural donde es recibido nada menos que por el máximo responsable del mismo. Un militar hierático, no se anda con rodeos: “Haga todo lo posible ahí afuera para que acabe esto cuanto antes”
El cansancio entre la población tras más de dos años de guerra y la sensación entre los militares de que Austria ha sido arrastrada a la contienda por Alemania en contra de sus propios intereses, hacen posible que se estrene esta obra en plena conflagración.