Me había mudado a un edificio estrecho, en una estrechísima calle donde lo vecino y lo familiar, en ocasiones, se confundía.
El barrio no era en absoluto tranquilo, pero eso sí, presumían de no tener nunca ningún pleito.
Un segundo piso, de tres.
Abajo, el dueño del edificio con su loro, su gato y su tabaco tendido para secar.
Arriba, según el mismo, una mujer soltera y solitaria que no conocía varón y de la que decían que era bruja y que se pasaba mucho tiempo en la calle, pero nunca salía de los límites del barrio.
No la había visto todavía en el día que llevaba ahí, pero sí la sentía, pues se paseaba en tacones por toda la casa, y es que el vecino me había dicho también que se trataba de una víctima de fetiches ajenos, y siempre usaba tacones para poder gustar.
Yo, desde mi salón, los imaginaba y también fantaseaba con ellos.
Un día, alentado por el olor a puro de mi vecino, (siendo esta la primera vez que se lo olía), fui a asomarme al balcón.
(Me encanta el olor a tabaco puro, pero desde aquella boda en la que sentía que se me abría la cabeza del mareo, no lo he vuelto a probar.
Tampoco he vuelto a una boda).
Arriba, los pasos inquietos de la mujer.
Un taconeo intenso. Con ritmo melodioso, o al menos yo se lo ponía.
Algunas veces me salían canciones con sus pasos, y los mezclaba con el » tic-tac» de mi despertador, apareciendo así obras musicales efímeras, pero maravillosas en mi opinión.
Nunca unos pasos dieron tanta compañía.
Cuando llegué al balcón, (caminando al ritmo de los tacones de mi vecina), el dueño y vecino de abajo divisó mi sombra en la acera de enfrente y miró para mí.
Con el puro en la boca y regañado por el sol me señaló a una mujer con aspecto extravagante que se encontraba en la calle.
-La vecina de arriba- dijo.
Entonces, la mujer me miró.
Justo en ese momento se oyó un estruendo encima mío. Los pasos de tacones dejaron su prosódico paseo y echaron a correr fuertemente hasta desaparecer, mientras yo me quedaba mirando borrosamente el techo.
Cuando me desperté estaba en el suelo del balcón, con la cabeza apoyada en la cristalera de la puerta.
Sentía un cosquilleo intenso en el brazo y en las palmas de las manos, y la cabeza me daba vueltas igual que la vez que probé el puro. A fin de cuentas, todavía seguía oliéndolo.
Me levanté sin miedo. Cuando me incorporé, los tacones volvieron a su actuación. Ya me estaba acordando de lo último, y empezaba a asustarme, aunque seguía tranquilo.
Me alongué como pude, y no vi a nadie en la calle.
Fui a la cocina con el teléfono en la mano, pues si bien no tenía miedo, quería estar precavido.
No llamé a mi madre aunque se me pasara varias veces por la mente, pero meditándolo mejor, la historia de un desmayo porque sí hubiera formado un revuelo de hipótesis y diagnósticos en toda la familia para terminar en un: «eso fue algo que comiste».
Mi familia es así.
Me autodiagnostiqué, pues nunca olvido de dónde vengo, y determiné que fue una subida de tensión a causa del susto. «¿Qué carajo hacía esa mujer en la calle y sus zapatos arriba bailando sirinoques?
Me dispuse a hacer café -«ya sé que no debo tomarlo porque soy nervioso, y menos después del susto, pero me apetece»- me imaginé hablando con mi madre.
Mientras, en lo alto, seguía el ritmo sin saber quién lo producía.
En realidad, me había acostumbrado a ellos. A ese ritmo que variaba. Unas veces a ritmo pausado, otras a ritmo taquicárdico, pero siempre ahí, durante todo ese día.
Creo que no podría volver a entrar en mi piso y no sentirlos. Me daban tranquilidad a diferencia de los demás ruidos. Este ruido estaba dentro de mí, como una especie de simbiosis entre él y mis latidos.
Del primer buche que tomé, el taconeo se intensificó asustándome ligeramente.
En un acto, ya reflejo, pero aprendido por mí a causa de mis nervios habituales, respiré para evitar el susto, y paralelamente el taconeo aflojó.
Tocaron a la puerta.
-«¿Quién puede ser?»- pregunté en voz alta debido a mi soledad.
Me levanté y fui lentamente hacia la puerta. Los nervios se iban apoderando cada vez más de mí, y escuchaba los tacones fuertemente golpeando el piso de arriba. Arrítmicos y con mucha intensidad, como cuando un niño tiene una perreta.
Abrí la puerta. Un pie se adelantaba sobre el resto de una persona. Un precioso tacón de aguja de unos 5 centímetros de alto forrado con piedritas doradas.
Luego, la mujer.
Era ella. Estaba quieta mirándome fíjamente con unos grandes ojos del color de las piedritas del tacón.
El llanto se me puso en el entrecejo esperando abrir el grifo, pero los enormes nervios y la inquietud que me producía, no dejaban soltar lágrima.
El corazón iba a salírseme del pecho mientras, de forma fusionada y al mismo ritmo, escuchaba el estruendo de los pasos de arriba.
La mujer me confesó muy tranquila que se habían apoderado de mi ser por medio de su certera brujería.
Tal y como los tacones se apoderaron de toda su vida sin poder controlarlos libremente, lo estaban haciendo ahora conmigo burlando el ritmo de mi corazón, vengándose así de toda masculinidad.
Entonces sacó un cuchillo, y sin pensárselo ni dejar de mirarme me lo clavó en el centro del pecho.
Desde ese momento, los tacones del piso de arriba dejaron de escucharse para siempre.
* Foto: Daniel F. Medina.