
Era un día lluvioso. De esas primeras lluvias débiles que huelen a tierra mojada.
(Aunque no recuerdo el olor; sólo me acuerdo de haberlo pensado), y que me gustaba.
No me agradaban mucho esos días oscuros, pero concretamente éste me sentía feliz, a pesar incluso de estar yendo al trabajo.
(No recuerdo cómo conseguí ese puesto, o si me fatigaba mucho, o si tenía jefes insoportables; pero ese día concreto, la tranquilidad, que es el precedente de la felicidad, era la que me invadía).
Lo que recuerdo perfectamente era que trabajaba en un edificio antiguo frente al mar y con un jardín en la trasera que servía de merendero para los vecinos y turistas.
Un lugar precioso.
Pensaba sólo en terminar el trabajo y llegar a donde nos vimos por primera vez. Aquel lugar donde nos conocimos tomando cervezas como si fueran las últimas.
(De ese sitio sí me acuerdo, pero curiosamente mi mente no podía recordar el camino).
¿Por qué?
Luego pretendía entrar en casa el primero, únicamente para que al llegar me encontrara cocinando, pues sabía que no había cosa que más le gustara en el mundo que contemplar esa estampa desde atrás e ir acercándose lentamente hacia mi cuello.
(No me sonaba la cocina)
¿Qué pasaba?
Seguía lloviendo.
Abrí la maleta para sacar la chaqueta, pero estaba empapada y llena de papeles húmedos.
Los miré bien. Eran currículums que debía haber entregado.
Ese día lluvioso se convirtió en seguida en lo que le correspondía como tal: Un día de lo más triste.
Me ilusioné con tanto…, y de repente no tengo trabajo ni jefes, nadie me esperará para la cerveza, ni cocinaré para ninguna persona. No existe esa persona.
Ahí me asaltó la pena, la magua… La añoranza de algo que yo mismo proyecté ciegamente para otro tiempo y creía estar viviendo.
Acabo de entregar mi CV en el bonito edificio antiguo, y luego iré a tomarme unas cervezas en aquel bar, si es que lo encuentro.
Puede ser que así, me cure de esta enfermedad tan común que me azota en muchas ocasiones:
La Nostalgia de un futuro.
* Foto: Daniel F. Medina.