Hoy les voy a contar la historia de un niño, que durante muchos años, vivió ignorando su propia realidad.
En clase de dibujo, sus primeras obras aparecían con vacas de blanco y negro y casas con enormes tejados de donde, de todas ellas, salía abundante humo de la chimenea.
Pero luego paseaba por sus islas y echaba de menos todo eso.
En clase de naturales, los libros le hablaban del otoño y de su recurrente caída de hojas.
Pero él observaba cómo en esta época del año, en su tierra, ocurría el caso contrario, pues sus campos se ponían verde intenso y comenzaban a florecer. Aún así, se empeñaba en buscar el único árbol con hojas caídas, pues no quería ser el diferente. Empezaba a tener complejo de todo eso.
En clase de religión…
En clase de historia contaban relatos de conquistas y masacres como si de un orgullo se tratara.
Y a él eso le afectaba directamente, pero no sabía el porqué.
En clase de lengua le decían que la suya no era manera correcta de hablar, y que lo haría mal toda su vida.
Incluso cuando la maestra hablaba igual que él.
En clase de música mostraban las grandes composiciones universales, muchas de ellas aparecidas en base a unos ritmos y melodías oriundas de una comunidad concreta.
Pero en su entorno, parecía no existir músicas para ello.
Un día, en clase de matemáticas, contó los kilómetros que iban desde su casa hasta el lugar de donde venían los libros, (algo que no había aprendido ni en clase de geografía).
Ahí empezó a darse cuenta de algo, y es que era normal que le resultara ajeno lo que aprendía en la escuela. Y lo más importante: que la vergüenza de lo suyo se había convertido en valoración.
A partir de entonces nació su respeto a todos los lugares y comunidades del mundo, y es que ya había tomado consciencia de la suya propia.
Hoy en día, ese niño que fue, se encuentra como un águila, suspendido en el aire cual calima, pero con mayor visión que nunca, haciendo de atento vigía de la tierra que lo parió.
Y ese niño, soy yo.