Las lágrimas de cocodrilo del carroñero cuando cerró el segundo canal de la TV Canaria no podían ocultar la indiferencia ante tal hecho. Muchos ni siquiera se molestaron en disimular, ya que estaban más pendientes de pedir la privatización del ente público o directamente su cierre por la carestía del mismo. Aunque los números los desmentían ellos siguieron erre que erre. El carroñero, nombre que adquiere este animal que pulula por Canarias, está a la espera de cualquier escándalo, contradicción ideológica y hasta uso como servicio público, contrario a sus intereses, para buscar su cierre. El carroñero espera el olor de la muerte, de los problemas, de cualquier labor de cohesión del pueblo canario para, con una argucia, preparar el festín. Conocerlo es vivir precavido ante sus embestidas e intenciones, pero es difícil identificarlo. Suele estar camuflado por un corriente teñida de muchas ideologías juntas que se basa en una voluntad clara de derribar todo desarrollo, potable o putrefacto, da igual, que se construya de manera autónoma en Canarias. Son los que caricaturizan a la Policía Canaria solo por ser canaria, los que se mofan del Gobierno canario y su limitada autonomía que para ellos es sobrante, son los más insularistas, los mismos que cuando se crea un medio público en Canarias, como servicio público y expresión de los canarios, les entra la risa nerviosa que aparenta ser burlesca.
Si conocemos al carroñero no será difícil descubrir al parásito. El parásito es un individuo que llega a cotas de poder con la connivencia, tolerancia o patrocinio del carroñero. Cuando pasa el tiempo y el carroñero no controla las expresiones autónomas, usa una de estas dos tácticas: una, defiende a capa y espada al parásito y su labor o dos, carga contra todo lo que rodea al parásito. La primera de las tácticas la utiliza cuando todo está atado y bien atado. La segunda cuando los derroteros son contrarios al carroñero. Pero que les quede una cosa clara: el carroñero es carroñero y el parásito es parásito. Tomar partido por cualquiera de los dos es tan miserable como ellos mismos. Rasgos del parásito: usa el tráfico de influencias; está promocionado por alguno o algunos; es un protegido político; su ambición es insaciable; no descarta dedicarse a la política porque eso significa poder; hay doscientas personas más preparadas que él para ese puesto y él lo sabe, por eso es tan altivo («yo llegué aquí, tú no, que estudiaste»); y en algún momento comete un error, mete la mano donde no debe, favorece a amigos o muchas cosas juntas, y se estalla la burbuja.
Malversación de caudales públicos, tráfico de influencias y prevaricación administrativa. «Solo es la punta de iceberg», dice el abogado de la acusación popular. «Firmaba los contratos sin ningún tipo de control». Entretanto un agujero de unos 12 millones de euros. El parásito, a la vez que se aprovecha de lo público, también favorece a los chupasangres que pululan a su alrededor. No solo tiene uno, tiene varios. Presuntamente Amanecer Latino, Doble Diez y Siete Mares. El parásito vive a costa de lo público y genera una red clientelar que intenta plantear una identificación automática entre el organismo público y su propio nombre. «Si estás contra mí estás contra lo que yo represento». No solo quieren chupar, quieren conquistar. Se aferran al cargo y reparten carnets de afiliación sin que nadie le haya regalado el sello. El carroñero termina su trabajo cuando el parásito chupa hasta la última gota de sangre. Allí aparece, altivo. «La solución soy yo. O yo o el caos». Privatización, cierre, uso partidista… Lo que toque. Hay que estar muy atento, muy hábil para que no engañen. En esta ocasión les salió el tiro por detrás. Por el momento. El carroñero intentó enchufar a un parásito similar, de la universidad de la vida, pero de los suyos. No pudieron y el ente camina aparentemente libre. Las expectativas parecen esperanzadoras.
Volvamos al parásito. Impone sus gustos, censura periodistas no afines, es agradecido con su jefe, destaca su supuesta popularidad por la audiencia, aunque venda mierda. Siempre recuerda lo bien rodeado que ha estado. La altivez le puede al parásito. El parásito nunca piensa en dimitir, aunque le estalle todo entre las manos, hay que echarlo con agua caliente. A este individuo no le importa el trabajador. Despide a los díscolos, pone a sus amigos, echa a los inocentes. Los que sobreviven esperan que el parásito se vaya de una vez. Cuando se va o lo echan, ya saben, con agua caliente… ¡boom! todo salta por los aires, el cielo se aclara y se puede ver el amanecer, aunque no sea latino. Aparece otro día radiante y alguien se acuerda por qué se creó un ente público: para servir a la ciudadanía en su derecho inalienable a la información, para cohesionar al pueblo canario, para que la gente de aquí hable, cuente sus cosas, su forma de ser y vivir, para que las productoras canarias trabajen en el mismo, que no se aprovechen. Sin amiguismos, sin tráficos de influencias. El carroñero espera, agazapado. Este no es su momento. Volvió la cordura, volvió la seriedad, ni siquiera con un caso de presunta corrupción podemos buscar un hueco para pedir su cierre, su privatización, no podemos usarlo para nuestros fines.
Pero para abrir una nueva etapa, limpia, próspera, la etapa de la consolidación, con un Consejo Rector elegido por el Parlamento y formado por periodistas, haya sido como haya sido el proceso de elección, hay que cerrar la nefasta etapa anterior. El siguiente paso es que el mismo ente declare como parte afectada, así como el Gobierno de Canarias anterior. Una vez cerrada esa etapa, una vez los jueces digan lo que tengan que decir, es necesario mostrar a la ciudadanía que esta es de verdad la radio y la tele de todas y todos. Apartar a los parásitos, callar a los carroñeros, mostrar una imagen seria y libre de prejuicios sobre nuestra radiotelevisión pública. Reconocer a nuestro ente, con madurez y espíritu crítico, como parte de nuestra misma expresión como pueblo. Ese día dormirán en el olvido, nerviosos, los parásitos, que usan lo público, y los carroñeros, que quieren devorar al pestilente cadáver cuando no lo pueden dirigir.