Me contaba mi amigo Tanausú que para alquilar un apartamento en el sur de la isla debía evitar dar su nombre. Mi amigo Óscar me revelaba cómo su padre, a pesar de ser un amante de la cultura canaria, decidió no bautizarle con nombre guanche para evitar los prejuicios sociales. Otros conocidos me comentaban, sin despeinarse, que a sus hijos nombres guanches no les van a poner ya que es propio de gente de barrio. Sin olvidar nunca el señor que me confesó, con terrible normalidad, que para él los nombres guanches eran propio de animales.
¿Cómo y por qué hemos llegado a esto?
No todos los países cuentan con un patrimonio de nombres propios y mucho menos habitual es que cuenten con una antroponimia tan rica como la canaria. Paradójicamente, fue a causa del tráfico de esclavos canarios que se registraron amplias listas de nombres propios de nuestros antepasados amazighes. Todo un patrimonio que, como otros rasgos de nuestra identidad, es tristemente desdeñado.
Una victoria de la sociedad canaria
La recuperación de nuestros nombres propios, denominados popularmente como ‘nombres guanches’, constituye un logro escasamente conocido y valorado de la sociedad canaria. Aunque existe algún precedente excepcional con anterioridad, no es hasta los años setenta que se ponen los primeros nombres guanches. En esos momentos, instituciones religiosas y civiles se mostraron durante años reacias a bautizar y registrarlos. Posteriormente, los toleraron a condición de adjuntar un antropónimo cristiano.
Ejercer el derecho de poner un nombre canario a nuestros chinijos no fue un regalo. El trabajo de militantes que recopilaron nombres, distribuyeron listas entre padres y constituyeron gabinetes de abogados para asesorar a estos nunca ha sido justamente reconocidos. En esta meritoria labor no podemos dejar de nombrar a pioneros de este despertar cultural como Hermógenes Afonso de la Cruz ‘Hupalupa’ que jugó un papel destacado en esta labor sabiendo entender en su momento la importancia de la misma. Todo ello facilitado por el contexto político y cultural del momento en que nuestro pueblo salía de una dictadura centralista y albergaba sed de identidad.
Fue una victoria. Miles de niños recibimos la bendición de portar estos nombres propios que nos vinculaba con nuestra tierra y nuestros antepasados. Este fenómeno reflejó un despertar canario que nuestra sociedad demandaba, sentía. La importancia del fenómeno no era baladí ya que la extensión de la antroponimia propia de un pueblo es un marcador de identidad de reconocida importancia.
Fue precisamente durante la década de los años ochenta del siglo pasado que se registró el mayor número de nombres guanches. Para los niños el más habitual fue Yeray y para las niñas Yurena, junto a los más habituales; Jonay, Rayco, Guacimara, Yaiza y Nayra, preciosos nombres que volvieron a la vida siglos después.
Algunos creen que se trató sólo de una moda, pero en absoluto. No fue ninguna tendencia o moda marcada desde telenovelas o películas extranjeras sino un impulso de nuestra propia gente. Fue ejercer una libertad que antes no se disfrutaba, fue proclamarse canario sin complejos.
Retroceso
Desgraciadamente, tras este despertar de canariedad los isleños volvimos a encandilarnos con los espejitos fuereños. Así, durante los años noventa, comenzó el lento declive del interés por nuestra identidad ya secuestrada por cierto engendro político “nacionalista” que aún padecemos en nuestras instituciones. Volvimos a mirar a las telenovelas y perder nuestra propia identidad con nombres como Jonathan, Kevin, Lady, Íker o Jennifer, Héctor, Aitor… Además de los mayoritarios hispanos Carlos, Sara, Javier, Laura, Pablo, Irene, Adrián, Claudia, Mario, Marta y Lucía. Más recientemente destacan Paula, Mateo, Gabriel o Alexia.
En el 2015, según la Estadística de Nacimientos del Instituto Nacional de Estadística (INE) los más elegidos para los 8.196 chinijos y 7.965 chinijas nacidos en el país fueron Hugo, Lucía, Martina, Sofía, Pablo, Daniel, Alejandro, Valentina, Daniela y Diego.
Todos ellos, por supuesto, nombres muy respetables y bonitos pero resulta triste que con el rico legado de nombres propios isleños, que tanta personalidad nos pueden aportar, no hagamos un mayor uso y promoción de los mismos.
Desprecio hacia nuestros nombres
La tendencia no sólo ha continuado, sino que ha venido acompañada de un bochornoso desprestigio hacia nuestros antropónimos. Lo que debería ser un patrimonio inmaterial mimado por nuestras instituciones y del que nuestra sociedad se sintiera orgulloso, se ha convertido en todo lo contrario, incluso en objeto de prejuicios sociales.
Para muchos, portar un nombre canario es sinónimo de estrato social bajo e incluso de delincuente en potencia. ¿Acaso no hay quiénes se llamen David, Carlos, Miguel, María, o Borja que pueden reunir estos requisitos? ¿Acaso no hay canarios que son un ejemplo social y portan nuestros nombres propios? ¿No se esconderá en el fondo un simple rechazo hacia lo canario en sí mismo?
La triste constatación de este fenómeno es que, en general, ni siquiera esos padres actuales que portan un nombre isleño están transmitiendo otro nombre canario a sus descendientes.
Afortunadamente, aún hay padres conscientes que siguen con la tradición o deciden poner por primera vez en su familia un nombre de los nuestros. En los gustos por los nombres cortos también nuestros nombres pueden cumplir perfectamente y es por lo que seguramente los nombres indígenas más difundidos en la actualidad son Aday, Gara, Airam y Ancor.
Quisiera llamar a la reflexión de nuestros lectores sobre este asunto y la relación que guarda con nuestro compromiso social con nuestra cultura e identidad. Pero sobre todo felicitar y reconocer a todos aquellos padres que han tenido la conciencia y determinación de apostar por nuestro patrimonio antroponímico, por nuestra identidad.