
Decía un todólogo ahí más allá en una tertulia radiofónica que en época colonial «Perú era España y los peruanos, españoles«. Venía la alquímica transmutación del país andino a cuento del tesoro de monedas de oro y plata que se encontró hace unos años en un barco hundido, que se demostró español. El Perú presentó en su día alegaciones sobre la propiedad del cargamento, pues de allí se extrajo todo el oro y la plata con que se acuñaron las monedas, pero como aquello «era España«, la pretensión peruana no tenía fundamento jurídico según el derecho internacional y no hay más que hablar, siempre según nuestro insigne experto en todo.
Hay en España quien todavía en el siglo XXI sigue planteando las cosas en términos de propiedad. Me pregunto si los esclavos indígenas que morían extenuados en las minas de oro y plata tendrían conciencia de su españolidad castiza. Aunque en realidad eso es irrelevante porque el ordenamiento jurídico internacional, el mismo en el que los indígenas americanos no tuvieron arte ni parte, ya dilucida la cuestión con toda claridad, a decir del todólogo: el Perú «era España«, y por tanto el tesoro se queda en España.
Son las ventajas del encuentro de civilizaciones, que sirve igual para presentar la conquista de América como el establecimiento de embajadas diplomáticas con intercambio de regalos, que para seguir expoliando siglos después con todas las ventajas de jugar con las cartas marcadas. Para eso nos asisten las leyes. La historia y la ética no tienen aquí cabida. Los millones de muertos en las minas de Potosí debían de padecer de colesterol.
También de Canarias se ha exaltado a menudo su españolidad. Es el nuestro otro país que entra en ese sentimiento de propiedad español, un país que según el discurso españolero es casi más español que Don Pelayo. Y hay que insistir en ello para mantener vivo al paciente, porque la españolidad castiza de Canarias no sólo es artificial y artificiosa, sino que está permanentemente cuestionada por la historia y la realidad. Valga como anécdota que en los años cuarenta del siglo XX hubo que traer soldados españoles para dotar las defensas de Canarias porque los mandos sospechaban que ante un ataque británico los soldados canarios se pasarían a las filas inglesas. Todavía estaba fresca la presencia inglesa en Canarias y las nefastas consecuencias económicas que tuvo para el comercio en las Islas el «relevo» español en los años treinta.
En esto del españolerismo volvemos los canarios a estar más cerca de América que de España. La diferencia radica en que los americanos hoy ganan en confianza e independencia, empiezan a contar su historia con una voz no prestada de otros sino propia, y se van sacudiendo la imagen de sí mismos con que España los ha venido cubriendo. No hay más que ver la polémica en México por Hernán Cortés, o la irrelevancia actual de las cumbres iberoamericanas, instrumento español otrora poderoso.
Los canarios haríamos bien en volver a mirar hacia América, pero no con la mirada arrogante de España ni con sus aires de superioridad, sino con una mirada propia, abierta, para tomar ejemplo de lo bueno que allí se está produciendo.Todavía tenemos que encontrar nuestros puntos de referencia y empezar a contar nuestra historia, sin tutelas ni intereses importados. En una Canarias sana rechazaríamos homenajear a siniestros carniceros en nuestro callejero, igual que en México se rechaza rendir tributo a Hernán Cortés. Dirigir la mirada hacia la emancipación americana del siglo XXI nos haría más universales, nos acercaría al mundo y nos alejaría por fin del adocenamiento español, anclado en los llamados «siglos de oro» color sangre e incapaz de superar la dialéctica de conquista y de imperios ya felizmente hundidos.