Andamos en casa liados estos últimos tiempos preparando visitas familiares. Así que nos fuimos a IKEA el otro día a comprar un par de muebles que nos harán falta para acoger como se merece a la troupe. El comercio sueco nos ha sacado más de una vez de un atolladero a un precio razonable, así que decidimos apostar a caballo seguro y hacer un solo viaje. Como tanto mueble no nos cabía en el coche, decidimos hacer uso del servicio de transporte e instalación de la empresa. Unos días más tarde nos llamaron y nos anunciaron que vendrían tres semanas más tarde. Si sumamos los días que pasaron desde la compra hasta la llamada, resulta que te traen los muebles para montártelos un mes después de haberlos comprado. Y créanme que el servicio no resulta nada barato.
Ayer estábamos en casa comentando la jugada, y no pudimos evitar relacionar esto con dos episodios que habíamos vivido en una reciente visita a Canarias. El primero, en Tafira; el segundo, en la playa icodense de San Marcos. Hace algún tiempo, mis padres me comentaron que tenían un problema con una canalización en la casa. Al parecer, una tubería de desagüe se había tupido, y no habían encontrado la manera de arreglarla. Me ofrecí a ayudar y llamé a uno de los números de teléfono que mi padre había recabado en las semanas anteriores a mi llegada. Pensé: «ahora me dirán que me hacen un presupuesto, y a ver si hay suerte y vienen antes de que yo me tenga que volver a Bélgica». Para mi (nuestra) sorpresa me anunciaron que esa misma tarde vendrían con la maquinaria necesaria para destupir el conducto de desagüe y, además, a un precio tres veces inferior al que mis padres habían calculado que les saldría. Dicho y hecho. Unas horas más tarde allí estaba el operario, que hizo un trabajo de calidad y por el que cobró un precio muy razonable.
El segundo momento que apareció en nuestra conversación ocurrió en la playa de San Marcos. Estábamos allí hablando con una amiga de mi mujer y su novia de lo divino y lo humano. Y, ¿cómo no?, apareció en la conversación la dichosa crisis. Acabábamos de conocer a la chica y estaba claro por lo que escuchábamos que era persona muy currante y responsable, por lo que nos sorprendió doblemente cuando soltó: «Bueno, pero también hay gente que no trabaja porque no quiere. Aquí es que somos bastante aplatanados«. Por más que mi mujer dejó claro que esa generalización no tenía base y que no era más que un estereotipo, no pudimos evitar cierto sabor agridulce en aquella conversación.
Hace ya cerca de trece años que vivo en Europa. Y les aseguro que el episodio IKEA con el que abrí este artículo no es la excepción; es la regla. En Bélgica, pero también en Alemania y en otros países europeos, los servicios se pagan a un precio bastante más alto que en Canarias. Y la calidad de los mismos, en muchas ocasiones, es inferior en tiempos de espera, comunicación con el personal y adaptación a las necesidades del cliente.
En Canarias muchos siguen pensando que en Europa se trabaja más horas, que el personal es más eficiente, que los servicios son mejores y suma y sigue. Nuestra experiencia personal no es, desde luego, esa.
Saber que la pyme que está a la vuelta de la esquina, la ventita que está frente a casa, el currante que vemos pasar por las mañanas a coger la guagua o la oficina que está en el piso de arriba no solo hacen un buen trabajo, sino que además muchas veces un trabajo más eficiente que el que se hace en Madrid, París o Berlín puede ayudar a poner las cosas en su sitio.