El pleito insular es un fantasma feo, desagradable a la vista y al olor y sumamente tirano. Pero los fantasmas son tan volubles que un simple soplido de aire es capaz de derribarlos. Sin embargo, para ello la sociedad canaria debe de inflar sus pulmones con la fuerza que reside en la humildad, pero sobre todo, en el análisis crítico.
No olvide el pueblo que el pleito insular nació en el siglo XIX de la mala fe de la burguesía de las mal llamadas islas mayores por hacerse con un protagonismo que fue causa derivada de la Corona y colonizadora España. Si bien el estigma del cacique ha sopesado tanto sobre la vida de los canarios de a pie, ¿cómo hemos permitido que su egoísmo extranjero se haya quedado en las islas y seamos nosotros mismos a través de un odio estúpido quienes más suframos los problemas de esta mancha?.
No nos quedemos en lo superfluo, porque no hablo de cuántas y cuáles consejerías hay en Tenerife o en Gran Canaria, porque no hablo de los cada vez menos frecuentes partidos de fútbol entre blanquiazules y amarillos, porque no hablo de canciones inertes que las murgas se encargan de alzar como sus máximas rapsodias. Hablo de que enfrentados el proyecto de una Canarias libre, el proyecto de una tierra que se quiere despojar de la opresión es tan imposible como que el agua suba de la presa hacia la cumbre.
El pleito insular es un fantasma, pero el yugo del terrateniente y de su orden ibérica, esos sí que son dos monstruos tan reales, tan de este mundo, que derrotarlos nos está costando quinientos años de historia y que a este paso llegarán a ser mil.