Está claro que hay quien desprecia la cultura canaria. En todas sus manifestaciones. El desprecio que estos seres sienten por la cultura canaria es tal, que harían casi cualquier cosa con tal de marginarla o, si fuera posible, hacerla desparecer. Estas personas representan lo peor a lo que nos enfrentamos quienes entendemos que nuestra cultura tiene el derecho a sobrevivir y nosotros, el deber de defenderla.
Frente a un enemigo fuerte y bien organizado como el del españolismo, solo cabe un trabajo aún más serio y mejor organizado. No vale quedarse en los márgenes lamiéndose las heridas mientras nos quejamos del golpe que acaban de darnos. Así no ganaremos estar guerra.
A estas alturas no deberíamos albergar ninguna duda: la lucha por defender la cultura canaria, nuestra cultura, nuestros referentes frente a quienes quieren españolizar nuestra realidad a marchamartillo, es una guerra en la que por todos los medios pacíficos y democráticos a nuestra alcance, y logrando el mayor grado de unidad posible, debemos combatir sin cesar hasta lograr que se nos respete como lo que somos: un pueblo con derecho a existir y cuyas manifestaciones culturales son tan respetables como la que más.
En la escuela, en el trabajo, en la calle, en la iglesia, en la costa y en la montaña nos han enseñado a despreciar nuestra cultura; esto es, a despreciarnos a nosotros mismos. A que pensemos que la «cosita canaria» tiene, sí, cierto sabor peculiar, cierto calorcito sentimental, pero ¡¿a dónde vas tú muchacho?!, no tiene nada que hacer frente a la poderosa cultura española, europea. Y yo digo: ha llegado el momento de sacudirnos las pulgas. Guerra sin cuartel a todo el que intente seguir sembrando esta semilla cargada de odio y desprecio hacia lo nuestro, hacia nuestro yo mismo. Ya está bien de bajar la cabeza y de hacerles el juego a quienes se benefician de nuestra debilidad, a quienes promueven nuestra desunión, a quienes se pasan la vida lamiéndose las heridas y no hacen nada para ganar la próxima batalla. Esto se tiene que acabar.
Hay muchos ejemplos de autodesprecio inculcado. Hay uno que me parece especialmente doloroso y gráfico: la situación de marginalidad en la que se encuentra nuestro deporte nacional, la lucha canaria.
Escuchando a quienes más entienden de esto, a quienes se están dejando la piel y la vida en la defensa de nuestro yo, de nuestros valores, se aprende mucho. A pesar del desprecio que han sufrido (y sufren) por parte de la mayoría de las instituciones, siguen trabajando como hormigas, formando jóvenes, escribiendo libros, trabajando duro para preservar uno de nuestros patrimonios culturales más preciados, que nos llega desde los primeros pobladores de este archipiélago atlántico, latinoafricano, macaronésico, canario, de nuestro país.
Estoy pensando en gente como Tito Cáceres, que lleva muchos años formando a personas a través de la lucha canaria; que coge a pibes y a pibas, que a veces no saben qué hacer con su vida, y que terminan siendo personas de bien gracias a su trabajo y al trabajo de su equipo. ¿Y le reconoce algo el Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria? No, el consistorio capitalino está demasiado ocupado colaborando (incluso financieramente) con ferias de abril que no nos representan.
Estoy pensando en gente como Salvador Sánchez «Borito», quien, tras haber dedicado más de 60 años de su vida a la lucha canaria, todavía no ha recibido un homenaje público en su isla natal, Gran Canaria; quien, en 2007 presentó al ayuntamiento de LPGC una propuesta para introducir la lucha canaria y otras luchas vernáculas del mundo en el programa de fiestas fundacionales y no recibió ni siquiera una respuesta formal de los gobernantes del momento. Seguro que estaban demasiado ocupados fomentando culturas foráneas como para poder leer el proyecto de Borito; como para poder siquiera haberle dado una respuesta, aunque fuera formal, que es lo que hacen las personas educadas. Pero la cultura canaria, según algunos golfos, no merece ni eso: ni una respuesta formal. ¡Mejor les diera vergüenza!
Estoy pensando en tantos héroes anónimos y personas abnegadas que cada semana se dejan la piel para sacar sus clubes adelante, para llevar la lucha canaria a las escuelas pagándose los desplazamientos de su propio bolsillo, para transmitir sus conocimientos a través de diferentes medios, para estar en los terreros cada semana quitándole tiempo a sus familias, para mantener la llama de nuestra cultura viva en los cuatro rincones de nuestro país.
Ahora, no nos engañemos. En esta guerra también tenemos al enemigo dentro, en nuestras filas. La falta de planificación; el trabajo mal hecho o a destiempo; el inmovilismo de normas que necesitan renovación; la falta de fe en nuestras posibilidades; el silencio cómplice ante los favores recibidos por tal o cual institución; la incapacidad para unirnos y hacer cosas juntos; la inercia de las cosas hechas al tun-tún. Todos estos hábitos y alguno más son enemigos que están dentro del cuerpo social de la extensa familia de la lucha canaria. Si queremos ganar esta guerra habrá que saber hacer autocrítica, no para hundirnos en la miseria de la autocompasión, sino para sacar lecciones que nos permitan superarnos y estar en mejores condiciones para la siguiente batalla.
Se acabaron ya las excusas. Tenemos que trazar una línea divisoria entre los que quieren colocar a la lucha canaria (a la cultura canaria) en el lugar que merece, y los que -por cortedad de miras o por desprecio a lo propio- quieren que siga siendo un fenómeno marginal, o incluso marginarla aún más. Se acabó el tiempo de espera. Ha llegado el momento de actuar.
Esto es una guerra. Una guerra entre los que creemos en Canarias, en las canarias y los canarios y sus posiblidades, en nuestros pibes, chinijos y pollillos, y los que quieren ver nuestra cultura de rodillas, al borde del camino o enterrada.
Quizá por ahora no somos mayoría, pero de una cosa estoy seguro: somos mejores. Y vamos a ganar.