Para Octavio Cubas, de niño, “Cubiche”. [DEDICATORIA]
Y Cubiche salía corriendo a entregar los paquetes. Como casi todos los días que su padre, Miguelito Cubas, hombre bueno y respetado; traía de Las Palmas los encargos que le habían hecho los vecinos. Iba despacio, como para disfrutar la vida. Lento, observando a los que se encontraba en el trayecto, saludando a todo galdense que se le cruzara en el camino y tocando la pita, no sabemos si por dejar bien claro que Miguel Cubas estaba pasando o por avisar a los otros conductores para no tener ningún percance. Lo cierto es que su sonora y cíclica bocina y su condición de hombre amable lo convirtieron en el mejor pirata del pueblo, en el que muchos confiaban para hacerle pedidos de la Capital. Miguelito no fallaba nunca.
Y Cubiche iba directo a la casa de Antoñito Padrón. Le llevaba un paquetito que venía todas las semanas. Era pequeño y, quizás por eso, Cubiche siempre sospechó que allí se guardaban las llaves de un tesoro. Porque a Cubiche nunca le ha faltado imaginación. Hasta que un día se enteró que eran pinturas, porque su padre, Miguelito Cubas, se lo dijo, aunque no porque él se lo preguntara, pues estaba a gusto con su fantasía; sino porque su padre le reveló el contenido de aquellos paquetes cuando le dijo que había que llevarlo con cuidado, porque eran pinturas para que Antoñito Padrón hiciera sus cuadros. O sea, que desde que supo lo que llevaba en sus manos, cambió su particular entradilla en la casa del pintor, que pasó de “Don Antonio, el paquete” a “Don Antonio, el paquete de pinturas”, lo cual significaba que ya Cubiche sabía un poco más de la vida de Antoñito, hasta el punto de conocer la intimidad de aquellos paquetes, y eso le daba más familiaridad, más amistad con Don Antonio.
Y Cubiche tocaba en la puerta y subía por aquella escalera semioscura. Le entregaba el paquete con una sonrisa entrecortada por el jadeo que le provocaba el subir la escalera tan veloz como las cometas que pintaba en sus cuadros Don Antonio. Cometas y niños que las hacen volar o que las llevan en sus manos. Niños rojos o con ojos grandes y negros, como los de Cubiche. “Gracias Don Antonio” decía, con toda la educación que su padre le estaba enseñando. “Gracias Cubiche” y Don Antonio se quedaba en lo alto de la escalera y ya no se volverían a ver más hasta la siguiente semana.
Y Cubiche salía corriendo, con las perras gordas en la mano, a seguir repartiendo paquetes por todo el pueblo. Y Don Antonio se recluía en su casa a darle trabajo a sus pinceles y a todos sus sentidos. Para pintar mujeres, muchas mujeres. Como las de aquí, así, morenas –como la madre de Cubiche- y fuertes. Y transformarlas en ídolos o en símbolos. Sabía sacar la dignidad a esas mujeres que nos miran serenas, sentadas, directo a los ojos, como preguntándonos quiénes somos, diciéndonos “este es mi mundo, armonioso, equilibrado, tranquilo, ¿y el tuyo?”. Mujeres que son como nuestro espejo del pasado, como los cimientos de nuestro presente. Con pañuelos, santiguando, echando cartas, implorando la lluvia en el noroeste grancanario, comiendo jareas con trajes que parecen hechos con telas del mismísimo Senegal, invocando, a través de ídolos de barro que se convierten en mujeres de piel morena –como la de Cubiche- el sagrado respeto a la fertilidad y a nuestro pasado, el que se escondía en la cueva que pintaron los canarios antiguos, justo debajo y detrás de la casa de Miguelito Cubas.
Y Cubiche atravesaba veloz la Calle Larga, entregando paquetes y recogiendo algunas perras, de las que presumía ante sus amigos de la Acción Católica. Y Don Antonio seguía pintando aquellas figuras que nos miran, que era como si Don Antonio quisiese buscar otros ojos para ver el mundo, como si se los robase a sus personajes y poder pintar a través de su propia mirada. Lo que hay en esos óleos sobre tablas no es más que el hilo directo hacia nuestra identidad. Así fuimos y así somos, a poco que nos quitemos la venda que distorsiona nuestra imagen reflejada en el espejo. Lo dijo Lezcano: “Antonio era una ventana de su pueblo a la que él solo se asomaba”. Don Antonio nos retrató bien. Como son nuestras madres y nuestras brujas buenas, las que nos ayudan, que de las otras casi ni existen por Canarias. Como son nuestros pescadores y pescadoras, pero siempre sin mar, porque desde Gáldar no se ve y Don Antonio no tenía ojos con qué mirarlo. Como era doña Juana Moreno, la madre de Cubiche. Como son nuestros niños, con esos cuellos que se estiran curioseando, lejos de las miradas de los grandes. Niños que acarician cabras, que cogen higos tunos o que buscan nidos en lo alto de los árboles. Como el propio Cubiche, que siempre tenía un mundo aparte, en el que sus correrías y aventuras eran únicas.
Y Cubiche, que en aquella época poco sabía del arte de Don Antonio, siguió creciendo y se fue de Gáldar y Don Antonio allí quedó, en su casa, abriendo su ventana cada día para mirar a su pueblo y fijarlo en nuestra conciencia colectiva. Es su particular mirada, pero somos nosotros. Eso lo sabe, ahora, Cubiche, que ya no es niño, aunque guarde en su preciosa memoria todas sus reales aventuras y pueda convertirse en él cada vez que quiera. Como cuando cuenta sus encuentros con Don Antonio y, haciendo honor a su poderosa imaginación, reclama para sí y para Miguelito Cubas, su padre, la coautoría de las obras de Don Antonio, pues aquellas pinturas, que se acomodaban en las tablas y los lienzos, las habían trasladado con sus propias manos. Sin ellas, sin ellos, Antoñito Padrón nunca nos habría podido pintar.
José Manuel Hernández. Creando Canarias.