Esta legislación, que deriva de un fundamento constitucional, intenta mantener el carácter público y no privado de la costa de todo el Estado español. La gestión de las distintas partes de la costa ha sido dividida tras varias sentencias del Tribunal Constitucional entre una zona puramente controlada por la Administración del Estado (el dominio público marítimo-terrestre), y las servidumbres de tránsito y protección, gestionadas por los Gobiernos de las Comunidades Autónomas.
En Canarias tenemos bastantes kilómetros de costa por nuestra condición de archipiélago. Y desde el desarrollo urbanístico de inicios del siglo XX, se ha configurado en determinados puntos de la costa de algunas islas una especie de cultura de la ocupación de determinados espacios, por los cuales, en un sistema progresivo de extensión de asentamientos y construcciones cada vez más sofisticadas, se convierte en privativo lo que antes era público.
El caso es que no queda muy claro qué es lo que queremos los canarios, y especialmente los que vivimos en Tenerife, de nuestra costa. Los agravios comparativos en las actuaciones administrativas tampoco ayudan precisamente a que se resuelvan deternimadas reivindicaciones locales. Y en este tira y afloja entre lo público y lo privado, hemos permitido de una manera u otra, monstruosas construcciones y ocupaciones en el mismo borde de la ribera marina, unas veces fruto de la falta de acción de la Administración, y otras, precisamente por la actuación casi ilegal de la misma Administración.
Y es que deberían tratarse por igual al poblado de chabolas y ocupaciones esporádicas de la costa de Santa Cruz, El Rosario, Candelaria o Güimar, como a las ocupaciones legalizadas por medio de supuestas modificaciones de las líneas de afección de las servidumbres y del dominio público, para evitar el impedimento de la construcción cuando se trata de promociones de lujo, hoteles o complejos en cuya construcción suelen ir aparejados intereses económicos para empresarios y políticos locales. Numerosos casos de corrupción salpican nuestra política en este sentido, y casi a diario tenemos algún ejemplo en la prensa sobre el tema.
¿Cómo ha sido posible que hayamos permitido levantar urbanizaciones, hoteles, edificios de viviendas, apartamentos, o simples agrupaciones de infraviviendas en la costa sin apenas rechistar?
Seguramente las épocas de bonanza económica que impulsaron a un nivel de construcción desmedida y un planeamiento urbano a veces demencial, en el que no importaba alterar drásticamente acantilados, playas o rasas marinas, sirvieron por un lado para justificar un tipo de ocupaciones, y la cultura de “la cuevita de fin de semana” y una falta de conciencia de carácter público en la costa, a diferencia del monte, ayudó al otro tipo de ocupaciones.
Ahora, a inicios del siglo XXI, nos encontramos con una serie de problemas heredados de la permisividad pasada, especialmente de las décadas de 1960 a 1990.
Y problema grave sí que es, porque la restitución a la situación natural anterior de la costa con construcciones es muy costosa y difícil, si no imposible en algunos casos. Las indemnizaciones, realojamientos y obras de recuperación no son gratuitas, y los afectados piden responsabilidad a las mismas autoridades que en su momento les permitieron la ocupación ilegal de la costa.
Aunque algunas recuperaciones pasaron inadvertidas en algunos puntos de Tenerife, como ocurrió en los municipios de Tacoronte, El Sauzal o La Matanza, no sucedió lo mismo en Candelaria, donde el derribo de las construcciones ilegales del asentamiento de Cho Vito, supusieron una politización y manipulación por parte de algunas personas, que dilató en exceso el proceso de recuperación pública de ese tramo de costa.
Dejando fuera de cualquier discusión las construcciones históricas, y las que se pueden acoger a las disposiciones transitorias de las dos últimas Leyes en materia de Costas, que permiten mantener la edificación en modo de concesión si estaban levantadas antes de la entrada en vigor de dichas leyes, el resto de ocupaciones que llenan nuestra costa en diversos sectores, es casi insultante.
Teniendo en cuenta que muchas de ellas no presentan el obligatorio sistema de evacuación de aguas negras y que se encuentran sometidas constantemente al embate de la acción del mar o de escorrentías e inestabilidad de barrancos y laderas, no se entiende bien por qué la Administración no se ha implicado más en este asunto, trasladando a la población que en ellos resida a otros sectores más seguros, y recuperando el carácter público y sin contaminar de esas zonas ocupadas.
El mayor problema tal vez llega cuando nos topamos con las ocupaciones fruto de planes de ordenación municipal mal redactados, o lo que es peor, en ejecuciones que difieren de lo previsto en el planeamiento, pero que por su volumen e importe económico, hacen dificil la intervención de la Administración, nada deseosa de entrar en conflictos colectivos con la población.
Y sin embargo, ya es hora de que empecemos a tomar una postura más seria y tajante en este asunto, puesto que no podemos ignorar los problemas de vertidos incontrolados en varios puntos de la costa, la dificultad de acceso al mar en otros, o la generación de impactos visuales e inestabilidad del terreno en otros puntos.
Tanto si entendemos la gestión como un deber del Estado en el que estamos integrados, como si se pretende limitar la acción al ámbito de la gestión del Gobierno de Canarias, lo cierto es que debe cambiarse, y pronto, la postura permisiva en este sentido, como en su día se hizo con los montes públicos.
Si seguimos viendo como algo normal la aparición de chabolas, o lo que es peor, de urbanizaciones, chalets y hoteles que invaden en parte las servidumbres de protección o tránsito, e incluso afectan los accesos al mar o al propio dominio público marítimo-terrestre, estaremos dando por bueno un futuro de costas contaminadas y poco atractivas para nosotros y quienes nos visitan.
Tenemos la obligación de exigir a la Administración, sea Local, Autonómica o Estatal, la actuación inmediata en la recuperación de los tramos de costa más degradados por la invasión de construcciones, y no caer en la tentación de imitar modelos vendidos a través de ciertos programas de televisión, ajenos totalmente a nuestra cultura de ocupación del territorio.
Queremos una costa pública y sana para los y las canarias y para quienes nos visitan. No debemos permitir que en aras de un supuesto negocio turístico o urbanístico, se sigan permitiendo ocupaciones que de facto supongan la privatización de algún tramo de la costa.
Es nuestro deber como canarios y canarias, rebelarnos contra la permisividad y exigir que se cumpla la Ley, o en su caso, que se modifique para que permita garantizar ese carácter público, libre y natural de nuestra costa.
Rafael González Martín.