
La alegre cuadrilla, envuelta en un halo de emoción, llegó a aquella nave industrial. Comandando la expedición, su alcaldesa, que esta vez había decidido no llevar la mantilla española. Junto a ella, sus fieles concejales, gente agradecida que haría cualquier cosa por ella. No en vano, ninguno de ellos sería mucho más que el resto de sus convecinos de no haber sido su permanente obediencia. Nada de eso importaba ahora. Todos, desde la alcaldesa hasta el último de los expedicionarios, compartían la euforia que les produjo ver cómo eran recibidos por los mismísimos colaboradores del programa que tanto admiraban. Allí estaban todos aplaudiendo a aquella gente, llegada de tan lejos. “¡Mucho mejor que la excursión del año pasado a Fátima!”, dijo una señora de manos encallecidas a una amiga de parecida edad. Ésta asentía con la cabeza, pues el nudo en la garganta al haber podido estrechar la mano de aquel famoso presentador, la había dejado sin palabras. Al día siguiente, para completar la visita cultural, irían al Museo del Jamón, sin duda una propuesta cultural que uno no podía perderse en la capital del Reino.
Ya sonaba la musiquita. ¡Sálvame, soy un náufrago! Era la señal para entrar. Primero, la alcaldesa, como no podía ser menos. Avanzaba con paso firme. Atrás quedaban las críticas de quienes nunca están contentos con nada. Si pinta rayas en el suelo para que se vea claramente cuáles son sus dominios, la critican. Si decide ponerse mantilla española en el día más importante de su vida, también era objeto de escarnio público. Era el momento de reivindicarse y dejar el nombre del pueblo bien alto. En esto iba pensando la alcaldesa cuando decidió abrir aquella puerta con letrero ilegible. Un tipo bajito, con cascos y cara de asombro, los condujo a los asientos reservados al público. Las tres horas que siguieron fueron motivo de mofa y chanza durante largas semanas, que a la alcaldesa y resto de corporación se les hicieron interminables. Todo parecía distinto. ¿Dónde estaban los colaboradores? ¿Dónde la juerga constante a cuenta de la vida privada de famosillos venidos a más? En el plató, un tipo serio desgranaba historias de otro cariz, acerca de la corrupción municipal, de mediocres metidos a la política para hacer caja, de concejales de cultura bastante ignorantones, de tontos y tontas de la clase que acaban por convertirse en representantes de los ciudadanos, de culichiches que se hacen llamar asesores… Y entonces, la alcaldesa comprendió que esta vez no se iba a hablar de los famosillos en la tele, sino que serían otros los protagonistas. Ella, una vez más, había vuelto a meter la pata, pues después de todo, no debía ser tan difícil dar con la puerta correcta.