Digamos, para empezar, que no me gustan los actos intimidatorios. El que éstos aparezcan revestidos de cierta aureola revolucionaria o de un supuesto carácter informativo no contribuye ni a embellecerlos ni a justificarlos. Tampoco me parece justificación el “y tú más” con el que se pretende explicar que si alguien es desahuciado de su casa –algo terrible- corresponde oponer a tal injusticia, un escrache, o sea, que unos cientos de personas se dediquen a corear consignas o abuchear debajo del domicilio de algún político con el fin de influir en su proceder. De entrada, la efectividad de la acción en sí es más bien limitada, más allá del eco mediático y además, veo efectos secundarios poco deseables para la resolución de los conflictos sociales que se pretenden resolver. No es que alguien lo utilice mal, es que veo escasas posibilidades de que sea bien utilizado y aun así, escasa efectividad. Creo que la democracia representativa hace aguas y que gran culpa de ello la tiene la clase política pero que no va a contribuir ni un ápice a su mejora el empleo de estas técnicas que buscan más amedrentar que convencer a diputados que –y aquí está la madre de la baifa- ya tienen su voto más que decidido. Uno puede estar en contra de estos partidos políticos y esta farsa que llaman democracia y no por ello apoyar los escraches. Esto no es ambigüedad calculada ni falsa neutralidad. Tampoco me convierte en simpatizante de Bankia y sus secuaces. Trato de sostener una convicción aunque no guste, algo necesario, en mi modesta opinión.
Por supuesto, los intentos de la derecha ultramontana de identificar la lucha contra los desahucios con ETA me parecen repulsivos. Son los flecos de una época afortunadamente pasada y que cada vez suena más lejana. Pronto, los activistas sociales tendrán que mirar en los libros de Historia cuando los acusen de filoetarras, porque habrán nacido en tiempos posteriores a esa lacra. Igual de repulsivas me parecen las amenazas de Sigfrid Soria, escudándose en una personalísima versión preventiva del derecho a la legítima defensa. También me niego a discutir el derecho de unos niños a estar tranquilamente en su casa con su familia sobre la base de si éstos son hijos de políticos o de desempleados. Pienso, además, que buena parte del crédito y la simpatía que las plataformas anti-desahucios habían ganado ante la ciudadanía en sus valientes defensas de los afectados frente a la policía, agentes judiciales, cerrajeros, bomberos y demás, están siendo dilapidados irresponsablemente por el ejercicio de estas prácticas. Si no quieren acabar en el atestado cementerio de las causas nobles, convendría, a mi juicio, una reflexión sosegada en el seno de las plataformas anti-desahucio sobre este asunto y, ojalá, dar un golpe de timón en las tácticas empleadas, en positivo. Me permito, desde la distancia, sugerir el ahondar en la ya emprendida negociación de alquileres sociales, puesta en uso de viviendas vacías, información efectiva ante los desalojos, apoyo a los realojados, creación de redes de solidaridad vecinales, protestas pacíficas en sucursales bancarias con un fuerte componente informativo, etc. Cualquier medida antes que rebajarse a la altura de los grupos antiabortistas delante de las clínicas donde se interrumpe el embarazo, por ejemplo. Alguien dirá que lo de los desahucios es más grave. O que la torre de alta tensión de su pueblo es causa suficiente para hacer escrache ante la casa del alcalde. Es discutible pero como admito que puedo estar equivocado y que lo que para mí es gravísimo, tal vez no lo sea para el otro y viceversa, propongo considerar todos los problemas sociales como graves y, de esta manera, no permitirnos según qué cosas no sea que vayamos a perjudicar más que a beneficiar la consecución de los objetivos que nos inspiran. El domicilio, de todos, debe ser inviolable. Nadie debe ser expulsado de su casa por no poder hacer frente a sus pagos; nadie debe ser molestado en su hogar por sus ideas políticas; nadie debe ser acosado en su hogar por las consecuencias políticas que se deriven del ejercicio de sus funciones. Por todo esto y en defensa de la democracia y de la Constitución mayoritariamente votada por el pueblo, también estoy en contra de que se le haga un escrache a Tibisay Lucena, Presidenta del Consejo Nacional Electoral de la República Bolivariana de Venezuela.
LA ARRANCADILLA: Una excelente película acerca de un hecho histórico del Chile reciente es la obra del director chileno Pablo Larraín, “NO”, basada en la obra de teatro inédita El plebiscito, escrita por Antonio Skármeta. En ella se retratan los intramuros de la campaña –más publicitaria y de marketing que política- contra la continuidad de Pinochet como Jefe de Estado en 1988. Con el más constructivo de los ánimos, opino que las personas dedicadas al activismo social y político en Canarias encontrarán en esta película provechosas lecciones para sus quehaceres.