Publicado originalmente el 26 de julio de 2015
En aquellos conciertos nos conocimos muchos de los que hoy son mis amigos y amigas. Javi es uno de ellos. Recuerdo saludarlo en la tienda de discos Manzana mientras me compraba un recopilatorio de Joan Manuel Serrat.
-¿Qué te parece este Javi?
– Sin duda un discazo, respondía con sonrisa.
Salíamos con nuestra bolsita de cedés, planificando un nuevo evento musical. Nuestros conciertos favoritos eran sin duda los de Taller. Javi siempre se colocaba en un lateral, expectante de aquellos detalles minúsculos, secuenciador de instantes.
Aquellos tres eran un pasón. Sí, la mezcla precisa de raíz, emoción y protesta. Adorábamos a cada uno de ellos, Andrés Molina en su profundidad, esa voz sublime que nos emocionaba como ninguna. Era el que nació en el 63, el que nos erizaba la piel como el Che, el que nos susurraba que andaba por las calles buscándote, el que soñaba con flores nuevas, el que cantaba al pasado que está, al presente que te obliga… Después estaba Pedro Guerra, siempre ocurrente en sus letras, vivo, ese que después confesó llegar de París siguiendo un cometa, ese que tarareaba con sabor a golosinas, que pintaba con creyones, que pedía que nadie se quedara sin la luna que la gente viviera despierta, que fuéramos a por todas, al que pedíamos siempre al final Cathaysa la niña guanche.
Pero el torbellino de tambores, chácaras, bucios…, el obsesionado por buscar el toque auténtico de los viejos, el que sonreía con el canto de las magas, el que trataba de fusionar lo viejo con lo nuevo, el que siempre nos silba a la sal y al agua, era sin duda Rogelio Botanz. Además, ha sido capaz de crear canciones de cuentos sobre lobos y caperucitas. Yo me quedo con mi favorita, esa que habla de su primer amor, de ese tan fuera de la ley, tan transparente, secreto a voces como el mirar… Acabo de ponerla porque quiero que me siga inspirando ese caudal de amor en el subsuelo.
Esta semana le entregaron el premio MUMES, merecido homenaje. Porque este vasco polifacético llegó a Tenerife en forma de semilla, buscando tierras donde sembrar plantitas que peguen con nuestro ecosistema. Él se enamoró de los disfraces de nuestros carnavales e hizo sus propias armaduras. Preguntó por las voces antiguas y los tambores, les guardó respeto mimándolas, haciendo los suyos, transformándolos en el sonido de El Taller Canario de Canción. Fue el tajaraste su inspiración primera, así nació Garaldea un puente entre sus dos raíces, la de su “yo bebé” en Legazpi a la de su “yo adulto” en La Matanza. Un puente entre la voz y el silbo, la enseñanza y el aprendizaje. Querido Rogelio, ya no eres semilla, eres tierra, nuestra tierra.