En un mundo en el que el rechazo a las certezas y verdades inmutables debiera estar en el punto de partida de cualquier acercamiento a la verdad y el conocimiento, grupos de iluminados y fanáticos de todos los pelajes pugnan por imponernos con la autoridad de sus dogmas y de su fuerza, sus maneras de entender la vida. Eliminan el debate público, entronizan la dictadura del pensamiento único, nace la intolerancia, aparece la violencia y se bunkerizan tras la oscuridad de un sistema del que han eliminado la disidencia y la libertad de pensamiento.
Produce estupor e irritación el comportamiento de muchos tertulianos en los debates televisados o radiofónicos. Nadie escucha a nadie. Nadie respeta a nadie. Gritan consignas como si fueran mantras. Hoy defienden con pasión postulados cerrados fabricados en laboratorios de marketing y mañana no tendrán rubor en defender lo contrario si así lo exigiera la coyuntura. Y el pueblo, estupefacto, se traga la gran farsa. Y a uno le da por pensar en la existencia corrupta «del viejo fondo de reptiles» y en la constatación eterna de que siguen cohabitando poderes que compran e informadores que se venden.
Pero lo que resulta más descorazonador es la irritante incapacidad de nuestros representantes políticos para intentar, por lo menos intentar, olvidarse de una puñetera vez de sus intereses partidarios y buscar con urgencia soluciones que alivien tanto sufrimiento y tanta locura.
«La verdad está ahí fuera… en la calle». Tendríamos que aprender a escuchar.