
Hace ya rato que dura el dichoso guineo con Singapur. Que si es un ejemplo para Canarias, que si tenemos que ser como Singapur, que si esto que si lo otro. Además, Singapur es un tema que tiene la extraña (¿o a lo mejor no tan extraña?) capacidad de poner de acuerdo a concepciones políticas que gustan de aparecer enfrentadas entre sí, pero que después se parecen mucho más de lo que admiten. El último en sumarse a la chaflamejada de Singapur es el inefable alcalde de Las Palmas, Juan José Cardona, el niño de la tartana, pepero él para más señas; pero antes que él ya cantó las glorias del estado asiático Paulino Rivero, coalicionero de pro, nacionalista de chaqué y desfile del pendón de la conquista por La Laguna. E incluso algún independentista convencido defiende que el modelo Singapur es fetén para el estado canario, desde Pedro Barba hasta la Punta de Orchilla. A ninguno parece incomodarle la coincidencia en los argumentos.
Pero ¿qué tendrá Singapur, que tiene a estas mentes preclaras el seso comido? Hombre, pues hay que reconocer que, de entrada, se parece a Canarias en algunas cosas: es un país compuesto por islas, ha sido una colonia, la modalidad lingüística de la gente está fuertemente denostada, desprestigiada y discriminada…
Después, hay que admitir que las cifras económicas de Singapur son envidiables, con una renta alta, una actividad portuaria y financiera potente, mucho atractivo para inversores extranjeros… Todo muy bonito en los cuadros estadísticos. No me extraña que la gente se encandile. Añadamos un mercado laboral prácticamente desregulado (vamos, que nos olvidemos de derechos laborales), una carga fiscal bajísima para las empresas (la asistencia social pública ya se verá cómo se financia, y si no, a la privada, que siempre es como mucho más moderno), un desprecio casi total por el medio ambiente que se llevó por delante el 90% de los bosques en los últimos 30 años (todo sea por el desarrollo y el progreso), y por fin tendremos el cuadro completo de por dónde nos quiere llevar de paseo el club de fans de Singapur.
¿Dije el cuadro completo? No, perdonen. Se me olvidaban unos detalles sin importancia. Singapur aplica la pena de muerte. Tiene un sistema político pretendidamente democrático en el que el mismo partido lleva gobernando más de 50 años de manera autoritaria, con opositores políticos ingresados en sanatorios para enfermos mentales, y con niveles de respaldo electoral que recuerdan los de estados poco recomendables. El control gubernamental sobre los medios es fuerte, al igual que sobre la sociedad civil y la sociedad en general.
Siendo malpensados podríamos concluir que cuando, supongamos, un alcalde, un presidente o por ejemplo un empresario con aspiraciones políticas, ponen a Singapur como modelo a seguir, lo hacen porque más o menos secretamente sueñan con ejercer el mismo control férreo sobre una sociedad sumisa, entregada al libertinaje económico en el que unos pocos se enriquecen a costa del resto, y en la que los derechos sociales y las consideraciones medioambientales no sean obstáculo para el «progreso». Sin embargo, no tenemos aquí por costumbre pensar mal porque sí, de modo que concluiremos que cuando nuestros próceres ponen a Singapur como la luz que alumbra y va alante, lo hacen por ignorancia, por sucursalismo, por incapacidad para proponer soluciones propias y sustraerse a la copiadera burda. Eso debe de ser, seguramente.