
Isabel Medina
La escritora gomera, Isabel Medina, Premio Tamaimos 2024 a la Defensa de la Cultura y la Identidad Canaria, nos hace este maravilloso regalo: una «Fantasía isleña» que entrevera mitología y realidad para devolvernos una personalísima interpretación del nacimiento de nuestras islas. Y como toda la buena literatura, es para todos los públicos. ¡Muchas gracias, Isabel, maestra de tantas y tantos!
Dedico a mis jóvenes amigos de la Fundación Canaria Tamaimos
esta pequeña ficción sobre el nacimiento de nuestras islas.
Personajes:
Neptuno, dios del mar.
Guayota, dios del fuego.
El Caballero Tiempo.
En el principio no hubo principio. Estaba sola la soledad del mar y los peces abisales, ciegos de tanta oscuridad, olían unas algas pardas que bailaban al albur de las mareas y de las impertinencias de la luna llena que presumía revoloteando alrededor de su vestido blanco. Era la soledad del mar azul, profundo inabarcable en su inmensidad. Asustaba la noche eterna del tiempo.
Sin embargo, contra todo pronóstico, algo empezó a moverse. Pero todo era apariencia porque en lo hondo, debajo de lo hondo, donde ni la luz llegaba, los peces morían con los ojos abiertos. Por el respiradero de lo imposible un calor tenue fue subiendo peldaños apuntando hacia el cielo. Todavía las palabras no habían nacido, solo había nacido el silencio que se enseñoreaba del espacio. Nadie lo supo, nadie se dio cuenta, pero el calorcillo que no quería que lo conocieran, empezó a dar alaridos que asustaban al dios Neptuno, que se había acomodado plácidamente en su bañera de olas.
Llegó el momento, dijo Neptuno, aburrido como estaba. Llegó el momento, repitió, hay que hacer algo en esta soledad absurda. Neptuno, que ya sabía de las veleidades del mar, se dispuso a negociar con los elementos. ¡Esos burros! pensó, pero no lo dijo, por eso de la vecindad. Se dispuso a esperar. Y esperó y esperó. Y se cansó de esperar y hasta le dio tiempo de echarse una siestita de varios miles de años.
Pero un día, cuando más adormilado estaba, sintió que el suelo del mar, que era profundo, se abría de par en par para hacerle hueco al fuego que salía urgente y sin pedir permiso. Y Neptuno lo vio crecer como a un hijo, aunque jamás imaginó que llegara tan alto. Y supo que una vez apagado el fuego de las entrañas de la tierra, subiría el rascacielos del mar hasta darle un susto a Neptuno que seguía durmiendo como si no hubiese nada que hacer.
Ante el estertor de la tierra, el dios de los mares gritó sorprendido: ¡Timanfaya, Timanfaya, Timanfaya! lo dijo tres veces para que su memoria, que era frágil, no se olvidara. Neptuno, que en el fondo era muy curioso, observó el nuevo vestido con el que se puso el día y dijo: ¡Cáspita! esta soledad está muy sola y se sintió apenado.
Por eso y porque tenía los ojos cerrados no vio a una hermosa ostra que dormía muy ostrada a la orilla de una playa. Los alaridos del fuego se fueron sofocando y el Caballero Tiempo emprendió un largo camino que jamás inventariaba. Solo quería andarlo. Pero el tiempo impredecible y perezoso siguió a su bola como si fuera una pelota.
Y un día que, seguramente no estaba en ningún calendario, observó asombrado como unos seres que caminaban erguidos desafiando la fuerza gravitatoria del mundo, habitaron cuevas y emprendieron el camino de la alimentación diaria. Plantaron y cosecharon, resguardaron el agua que siempre tenía prisa para colarse en sumideros y resquicios. Y también supo de aquellos hombres y mujeres que habían venido de un mundo cercano llamado África.
Aquella tierra era otra tierra, igual y diferente a la inmensidad continental, que pisaban los Hombres Azules, que iban de un lado a otro a lomos de camellos. Para esa época, Neptuno cansado de tanto dormir, emprendió un largo viaje hacia las profundidades del mar que seguía siendo salado y azul. El tiempo pasaba y pasaban muchas cosas, aunque todo parecía quieto. No habían nacido aún los turistas, desde luego, ni siquiera los viajeros de siglos anteriores habían comprado aún su primera maleta.
Pero no solo el tiempo asentó sus imponentes posaderas en aquella parte del mundo. Estaban allí sus habitantes y como toda sociedad que se precie, nombraron un jefe, esos personajes que se crean a imagen y semejanza de los suyos. Y el jefe Zonzamas, que así se llamaba, vivía muy feliz con su esposa Fayna. Pero un día vieron en el mar acercarse unas casas flotantes que no se hundían, no se hundían, no, no, no se hundían. Y llegaron ellos, los hombres de lejos que traían piafantes corceles y mataban con fuego que salía de sus manos. Zonzamas miró su palo recio sacado de los árboles de su tierra y supo que aquel fuego que jamás había visto, acabaría con sus vidas antes del primer canto del gallo.
Y la tristeza de Zonzamas se hizo grande, porque el extranjero observaba con mirada lasciva a la misma reina Fayna. Y el de lejos se fue por donde había venido. Meses después, cuando los hombres y mujeres ya habían reiniciado sus vidas pastoriles, sencillas y ordenadas, a la reina Fayna le nació una bella princesita a la que pusieron el hermoso nombre de Ico.
«Ico, Ico», la miraba Fayna asombrada.
«Ico, Ico», decía Zonzamas expectante.
Porque la niña tenía un extraño color en los ojos. Eran azules, azules como los días despejados del clima de su tierra, azules como el mar, sí, el mar. El mar azul y traidor que había traído al extranjero, el de la casa flotante, el de las manos de fuego, el del mar en la mirada.
Pasó el tiempo. Y el tiempo no dijo nada. No habló. Y desde el sincopado ritmo de la historia sobrevivió la leyenda de una hermosa reina de Lanzarote llamada Fayna, de su rey Zonzamas y su princesita Ico. La de los ojos de mar, la de los ojos de cielo, la de los ojos azules que llevaba en la mirada el cruel extranjero.
-¡Neptuno, Neptuno, Neptuno!, gritó con voz estentórea el atrabiliario personaje que llevaba un inmenso reloj en la cintura. ¡Neptuno! repitió ¿No crees que ya has dormido demasiado? Menos mal que estoy aquí para rellenar tus silencios -para eso estoy yo- lo sabes. Soy el todopoderoso Caballero Tiempo que pone las cosas en su sitio. Si no fuera por mí la vida sería un disparate, un despilfarro, una tontería, pero yo doy categoría a los acontecimientos, al pasar de los días, que son tan iguales unos a otros y de los años. Y he visto muchas cosas, muchos humanos, de cuya memoria nadie sabe nada.
Querido Neptuno, dormilón de largas siestas, deberías pasearte por estas tierras hijas del dios del fuego, que en su corazón caliente asusta a propios y extraños. Aún vive en sus montañas, en los asaderos donde se comen la carne que los dioses calientan. Y los ojos propios y extraños se asustan de tanta belleza en la piel de una tierra quemada por siglos de soledades ardientes. ¡No te entiendo Neptuno! gritó impaciente el Caballero Tiempo. ¿Cómo puedes estar ahí durmiendo siglo tras siglo, como si la vida te importara un pimiento, o un tomate, o nada? Yo necesito ir de un sitio a otro, más rápido o más lento, pero sin parar, sin parar jamás. Por eso tengo este maravilloso reloj que cuelga elegante de mi cintura. Ya te digo, Neptuno, no sé cómo puedes estar todos los días metido en el agua ¿No te cansas?
Querido caballero, el agua es mi casa. Aquí vivo feliz con mis amigos los peces. No te imaginas las fiestas que arman, pero el escándalo, sobre todo el escándalo me molesta. En lo profundo de mi reino habita el silencio, por eso es soportable la vida.
-Oh, ¡Neptuno! eternamente aburrido. Yo, el Caballero Tiempo voy de un lado para otro observando la vida. Estos humanos me sorprenden casi siempre, son impredecibles te aseguro, pero me gustan. Los entro en la vida cuando menos se lo esperan y no les pregunto nada, no, ellos vienen sin saber cuándo, ni por qué, ni quiénes son sus padres, ni cuál es su país, nada de nada saben, a veces me río. Me río mucho, Neptuno, porque los siento desvalidos y frágiles. Pero ellos se meten conmigo, ya lo creo, hasta me insultan. Dicen que cómo es posible que nacieran tan hermosos y que acaben viejos y desvalidos.
Se enfadan, te lo j,uro. Ellos no cuentan con mi poder, con mi astucia. Yo, el todopoderoso Caballero Tiempo no tengo que rendirles cuentas, yo soy el dueño de la vida y de la muerte. Pero no pienses que soy un malvado, a los humanos les regalo días luminosos y felices, y si son inteligentes los aprovechan porque los días negros también están en mi reloj.
-¡Cuanto has vivido Caballero Tiempo! dijo Neptuno, me encantaría acompañarte de tu mano por esta tierra hermosa que nos ha regalado el fuego de los volcanes.
-¿De veras quieres venir? dijo sorprendido el Caballero Tiempo. Claro que sí, respondió al mismo tiempo que le salían gotitas azules de sus ojos de agua.
Y sin que nadie lo imaginara, el dios Neptuno se quitó su áurea corona, dejó a un lado su sempiterno sueño y se dispuso a acompañar al Caballero Tiempo por aquella isla maravillosa que llevaba en su centro el fuego de los volcanes.
Empezaron un largo viaje que los llevaría por toda la isla de Lanzarote. Neptuno, acostumbrado como estaba a su cortejo de algas y delfines, apretó con fuerza su cetro dorado y se dispuso a acompañar aquel personaje tan raro que jamás había visto. En aquella tierra caliente y solitaria vio un día y otro día el fuego que salía, cuando tenía ganas, desde el fondo más hondo, allí donde el fuego empieza a subir por huecos y rendijas llenándolo todo de un calor extremo y de una belleza inusual. Neptuno estaba asombrado, lejos quedaba ya su reino. Sonriente le dijo al Caballero Tiempo:
-Importante caballero, importante caballero, quisiera presentarte a un personaje singular.
¿Y quién es?, si puede saberse. Yo conozco lo simple y lo complicado.
Neptuno empezó a hablar de Guayota
¿Guayota dices?, preguntó incrédulo.
Sí, el dios Guayota.
Neptuno supo del dios Guayota, ese ser que vivía en el volcán Teide o Echeide, que llamaban así los viejos, los abuelos de nuestros abuelos y al que le tenían un miedo horrible. Habían visto muchas veces como la tierra se abría en estertores de muerte y por sus heridas salía a borbotones el fuego y la lava, las cenizas y las bombas. La lava daba vueltas y revueltas sobre sí misma, convirtiéndose en auténticos juguetes de diferentes formas que hacían las delicias de los pequeños volcanes. En aquel tiempo sin libros ni calendarios, aquellas islas hijas del mar y de los volcanes fueron naciendo como hermosas beldades de un Atlántico salado y profundo, vibrante y azul que poblaron aquellos seres extraños venidos de lejos y que fueron capaces de adentrarse en el mar tan peligroso y temible. Y fueron llegando sin que ningún cuaderno de bitácora hiciera la más mínima anotación. Atravesaron aquel mar que asustaba con sus olas. Cuando la furia hacía mella en aquellos hombres y mujeres que venidos de lejos se acercaban a sus costas y habitaron sus tierras oceánicas, y en su extraña lengua nombraron los nombres de las islas. Llamaron Achinech a la mayor, y a sus hijos, los guanches, estos fueron los hijos de Achinech, o sea, Tenerife.
La isla redondita de Tamarán, sería Gran Canaria, que según dicen las viejas historias es que había en ella muchos perros o canes. Eseró sería El Hierro que guardaba el secreto del árbol que lloraba. Y sus lágrimas llegaban hasta una alberca donde alcanzaba para calmar la sed de toda la isla. Era mágico ese árbol. Lanzarote fue llamada Titeroigatra que al parecer significa la colorada loma, donde el fuego siempre estaría dispuesto a abandonar su morada calentita y asustar a los humanos de la época, que solo eran humanos y se asustaban.
En aquel tiempo, sin que Neptuno se percatara, nació una isla pequeña, redondita, surcada por barrancos como si fueran las garras de algún monstruo protohistórico. Sería La Gomera, que guardaría como un tesoro el corazón verde del mundo. El monte de El Cedro lo llamaron. Y otra isla nació, Maxorata o Fuerteventura, donde las aguas azules y cristalinas del mar formaron maravillosas playas donde cada día se zambullía el sol. Las islas iban saliendo cuando les parecía, al principio sin nombre. Cuando nació La Palma, una isla con la forma extraña de corazón, la llamaron Benahoare que en el idioma de los antiguos era algo así como tierra mía.
En aquel tiempo, algunos pueblos, tal vez aburridos, salieron de sus patrias y se lanzaron a la búsqueda de nuevos territorios. Claro que no contaban con los otros, los que vivían sencillamente sin grandes preocupaciones. Y así fueron llegando los hombres de lejos, en piafantes corceles y con fuego que salía de sus manos. Los habitantes de las pequeñas islas soledad oceánica nada más se defendieron como jabatos, con palos y piedras se defendieron y el valor fue probado sin necesidad de escribirlo. Lo supo Benahoare, la que llamarían La Palma, supo del valiente Tanausú, que después de batallas sin cuento, fue hecho prisionero y mandado como un trofeo a la patria de los conquistadores.
De su boca salió una palabra. Solo una: vacaguaré, vacaguaré… Quiero morir, quiero morir… Quiero que la muerte me lleve ahora mismo… Y encadenado en aquel barco que se alejaba de su tierra hizo la primera huelga de hambre de la que se tuvo noticias. En alta mar, Tanausú hizo su último lamento ante los animales marinos que le acompañaron en su travesía sin billete de vuelta.
Poco a poco fueron naciendo islas, islas que tenían una puerta de agua por todos sus costados. Por el norte, por el sur. Por la puerta del norte se asomaba la joven Gara que soñaba con el mar para que le trajese un hermoso regalo. Y el mar que es sabio, le trajo un día a Jonay. Un joven que nacido en la isla de enfrente, tenía curiosidad por visitar esa otra orilla donde brillaban en la noche hogueras importantes que la llenaban de luz.
Y la joven Gara vio a Jonay, que se debatía entre las olas grandes, que inventaba el mar sin darse cuenta. Ella miraba y miraba con la angustia rebosando su joven corazón. El joven del mar llegó desmayado hasta la orilla. Y Gara y Jonay miraron la vida desde el amor que nació pronto. Igual que los viejos que decidieron también pronto.
-Gara, dijeron, tú eres hija de esta tierra de agua, no puedes unirte con alguien del fuego. Y así fue como Gara y Jonay emprendieron la huida por el monte sagrado de su tierra.
Corrieron y corrieron y cuando lanzas y perros llegaban a alcanzarlos, ellos se desriscaron abrazados por la cima más profunda.
-Dicen que murieron, dijo el Caballero Tiempo.
-Se desriscaron, no murieron, dijo Neptuno desde la orilla.
-No lo sabemos, dijo el Caballero Tiempo. Su amor era tan hermoso que seguramente vivirá mientras exista el hermoso bosque que lleva sus nombres enlazados por toda la eternidad.
El tiempo pasaba y pasaba y nadie preguntaba nada, respetaban su silencio. Mientras tanto, los guanches, ya saben, los abuelos de nuestros abuelos que vivían en la isla del gran Tinerfe, estaban preocupados, muy preocupados. El Caballero Tiempo no les hizo ningún caso. Ya se les pasaría. Poco a poco vieron que el volcán Teide crecía y crecía y cada vez era más alto, seguramente quería hacerle cosquillas a las nubes.
-La culpa de todo- dijo el poderoso Caballero- la tiene Guayota. El dios del fuego no está tranquilo, no hace sino aumentar su altura.
Los guanches se reunieron y con el máximo secreto decidieron engañar a Guayota. Lo sabían de buena tinta, a Guayota no le gustaba el frío, aún más, odiaba el frio. Y decidieron engañarlo porque Guayota no solo era el dios del fuego, también era el que traía todos los males a la tierra. Y eligieron un día, sería un veintitrés de junio. Habían descubierto que ese era el día elegido para engañar a Guayota haciéndole creer que el frío llenaba toda la isla. Hicieron muchas hogueras, hogueras calientes que incendiaban la noche. Guayota, tiritando de frío, se volvería a meter en la gran montaña blanca.
El mencey y los ancianos lo juraron, cada año cuando se acercara el solsticio de verano volverían a encender las hogueras. Y Guayota, el dios del mal, volvería a su casita en el interior de la gran montaña blanca.
-Ja, ja, ja, reía el Caballero Tiempo, asombrado de que aquellos humanos tan sencillos y frágiles fueran capaces de engañar al todopoderoso dios del fuego.
Así lo juraron y así lo hicieron, por eso cada veintitrés de junio por la noche la isla es un clamor de hogueras.
Guayota, que no es tonto, vuelve a su casa en el interior del Teide y así cada verano los hombres y mujeres de la isla buscan un año más de tranquilidad. Hasta el año que viene, se dicen muy felices. Y hasta el año que viene digo yo, que tengo que preparar la hoguera de este solsticio.