
La relación entre lengua y pensamiento lleva siglos siendo objeto de estudio. Se sabe que la influencia del idioma materno en la forma de pensar ya se formuló en la India hace unos 1500 años, y en el siglo XIX varios de los estudiosos alemanes del Romanticismo fueron todavía más allá, hasta el punto de que Humboldt pretendió ver en la gramática la cosmovisión de la nación étnica, mientras que Herder llegó a identificar el idioma con el espíritu de la nación —los nacionalismos lingüísticos siguen con el mismo guineo decimonónico en pleno siglo XXI—. No sería hasta la primera mitad del siglo XX, no obstante, que por fin se afirmaría con rotundidad que la lengua materna determina el pensamiento. Este determinismo lingüístico, fundamentado en una interpretación rigorista de la mal llamada hipótesis de Sapir y Whorf, ha quedado hoy plenamente superado, ya que presenta no pocas lagunas. Entre otras la de obviar el impacto de la realidad inmediata en la cognición, soslayar que los sentidos por los que percibimos la realidad o el propio cerebro son los mismos para toda la humanidad, o ignorar que la comunicación intercultural sigue siendo perfectamente posible por muy diferentes que sean las lenguas de los interlocutores.
Aun así, y sin caer en los extremos del determinismo lingüístico, resulta innegable que, si bien no es ni mucho menos el elemento definitorio, la forma de expresión de quien habla —no necesariamente el idioma— sí ejerce un grado de influencia no desdeñable en la conformación de las ideas, de modo que actualmente se hace una interpretación mucho más matizada de los postulados de Sapir y Whorf. Las implicaciones que comporta esta influencia son amplísimas y muy profundas, y exceden con mucho las ambiciones modestas de este artículo, por lo que me centraré sólo en una de sus numerosas derivadas: la intervención en el pensamiento mediante la manipulación del lenguaje.
Son muchas las obras de ciencia-ficción distópicas en las que regímenes totalitarios de distinto signo ejercen un dominio absoluto en todos los aspectos de la vida, incluida la lengua. Seguramente la más conocida sea la novela que más fama reportó a George Orwell, 1984, en la que el régimen opresor impone una neolengua con la que acabar de cimentar su control total sobre las masas. Así, la censura no existe, sino que el organismo encargado de manipular la historia, falsear las estadísticas o eliminar de los registros a personas inconvenientes es el “Ministerio de la Verdad”; el líder supremo, que impone una opresión y una vigilancia constantes y draconianas, no es el líder supremo, sino el “Gran Hermano” en el sentido de hermano mayor, es decir, una figura benevolente y protectora que si se tiene que poner seria es siempre por nuestro bien. De esta forma, Orwell nos expone la manipulación del lenguaje como herramienta para limitar las ideas que podemos formular, como medio de negar la verdad objetiva y reducir así el alcance del pensamiento para suprimir la libertad y en definitiva ejercer un control mental.
Es evidente que Orwell pensaba en los regímenes totalitarios de los años 40, década en la que publicó 1984 (1949). Pero por si alguien cayera en la tentación de creer que el autor británico llevaba las cosas al extremo en su libro, al tratarse de una obra de ficción, quiero recordar aquí otra obra menos conocida, pero más inquietante si cabe por tratarse precisamente de no-ficción. Se trata de LTI. La lengua del Tercer Reich (1947). Su autor, el filólogo Victor Klemperer, detalla en ella las distorsiones del idioma alemán en la propaganda nazi para inocular en el público germanófono los postulados del nazismo. Así, la guerra le había sido “impuesta” a un Führer amante de la paz; los asesinatos eran “tratamiento especial”; los campos de exterminio eran de “concentración”; las derrotas en el campo de batalla eran “crisis”; la palabra “fanático” adquirió un sentido positivo para calificar la aceptación sin cuestionamiento, creer sin entender. De nuevo, la manipulación del lenguaje para limitar las ideas, negar la verdad objetiva y ejercer un control mental.
Por suerte para nosotros no estamos en los años 40 del siglo XX. Pero si la propaganda y la manipulación del lenguaje efectivamente son medios eficaces para tratar de modelar la forma de pensar, es ingenuo creer que el recurso a esos instrumentos es cosa del pasado. Vivimos en la era de la posverdad, la desinformación, los deepfake o ultrafalsos y el mayor refinamiento en la manipulación jamás visto. Así tenemos que el colonialismo a sangre y fuego fue un “encuentro de culturas”; la masacre a gran escala en Gaza es “derecho a defenderse”; el esclavista Cristóbal Colón es celebrado como “descubridor de América” y la ocupación española de Canarias y América fue incruenta; los asesinos Pedro de Vera o Juan Rejón son homenajeados como “conquistadores”; la defensa de los derechos civiles es “woke”; la búsqueda de la justicia social es “comunismo”, que a su vez queda reducido a las atrocidades del estalinismo; lo reaccionario es “tradicional”; los niños y niñas que sobreviven solos en la ruta migratoria más peligrosa del planeta son “MENAS”.
Si nos vamos a la vida política y mediática canaria teniendo en cuenta todo lo expuesto, nos encontraremos con que en la neolengua con la que actualmente convivimos destaca un término concreto del cual se derivan muchos otros. Me refiero al término “nacionalismo”. El Archipiélago cuenta con partidos autodenominados nacionalistas de signo político (aparentemente) distinto, pero todos ellos tienen un rasgo en común: ninguno usa el vocablo “nación” para referirse a Canarias. Resulta extremadamente paradójico, y sin embargo se da por buena su autodenominación de “nacionalistas” sin que nadie les haga en público la pregunta obvia: ¿por qué los partidos que se dicen nacionalistas ni siquiera son capaces de usar el vocablo “nación” para referirse a las Islas?
El rasgo definitorio de todo nacionalismo radica en la construcción nacional como objetivo último. Pero todo programa de construcción nacional brilla por su clamorosa ausencia en prácticamente todos y cada uno de los partidos autodenominados “nacionalistas” con representación parlamentaria o presencia en nuestras instituciones. Estamos acostumbrados a ver a sus dirigentes rodearse de símbolos nacionales que no son los del Archipiélago mientras se les llena la boca de canariedad; hablan de lo que, siendo coherentes, debería ser su nación con circunloquios del tipo “esta tierra”, “el territorio” u otra terminología hueca o eufemística al uso. Son del todo incapaces de hablar de Canarias siquiera como país, término con una carga jurídica y política muy inferior a la de nación. O lo que es aún peor, no dudan en referirse al Archipiélago como “región”, equiparándolo en su relación con el estado a la Región de Murcia, por ejemplo. Pero si hay un término que no cabe en absoluto para designar a Canarias es precisamente el de “región”: el Estatuto de Autonomía en vigor nos designa clara e inequívocamente en su artículo 1 como nacionalidad. Pues así y todo, en Canarias todo es regional: el parlamento regional, el gobierno regional, la federación regional… No tiene un pase para ninguno de los partidos del arco parlamentario, el Estatuto rige para todos. Pero es absolutamente imperdonable que figuras políticas que se nos presentan como representantes del nacionalismo canario no sólo abandonen toda idea de construcción nacional, sino que encima tengan el cuajo de hacer dejación de los poquitos espacios conquistados.
El autodenominado nacionalismo canario es hoy un fraude que recurre a la manipulación del lenguaje como forma de negar la realidad objetiva y colocarse en situación de ventaja ante el electorado canario y las autoridades del estado simultáneamente. Nuestros nacionalistas abjurantes del nacionalismo (canario) son expertos en neolengua que, en el caso más extremo, el de Coalición Canaria, no tienen empacho en enseñar la tricolor (pero poquito) con una mano en sus congresos para después, con la otra, pactar con quienes quieren cargarse nuestros derechos y nuestro autogobierno ondeando la rojigualda. Es el recurso a la neolengua para tergiversar la realidad y controlar el discurso. Pero la neolengua, la propaganda, sólo es eficaz hasta que alguien la señala en público como tal, hasta que alguien la expone y la deja secándose al sol a la vista de todo el mundo. Hasta que los más dejemos de creérnosla.