
El 20A cumple un año y aunque es verdaderamente poco tiempo, parece haber envejecido con inusitada rapidez. Aquel hervidero de demandas y propuestas no acaba de encontrar camino que lo lleve hacia la materialización de las mismas. ¿Qué lecciones podemos extraer de su actual estado de aletargamiento? Para el autor del siguiente artículo, no todo está perdido pero se imponen una serie de tareas urgentes que habrá que realizar si no queremos que el 20A entre a formar parte del archivo de efemérides más bien efímeras.
Un año ha transcurrido desde el estallido del 20A y su eco aún resuena con fuerza. Lo que parecía ser un simple episodio de activismo callejero se transformó en una erupción de la conciencia colectiva, en el grito ahogado de una sociedad que siente que su modelo de vida se desmorona. Es la constatación de un hartazgo. El modelo imperante de turismo masivo, ese que nos vendieron como la gallina de los huevos de oro, ha mostrado su cara más amarga: precariedad laboral, salarios de miseria y desigualdad rampante. Un caldo de cultivo perfecto para la desesperanza. El edén canario, ese paraíso que tanto promocionamos, ha mostrado sus fisuras. La sobreexplotación de recursos, la amenaza del cambio climático, la creciente desigualdad y pobreza endémica y sistémica parecen predecir un futuro oscuro.
Una de las grandes victorias conseguidas por el 20A es que nos obligó a mirar de frente a esta realidad, a salir de nuestra zona de confort y a cuestionar lo que parecía incuestionable. Consiguió iluminar los problemas que asedian a Canarias, colocando en el centro del debate público la masificación turística, la precarización laboral, la crisis ambiental y la especulación urbanística, problemáticas que, pese a su existencia, carecían de la debida atención pública. De la misma manera, dio voz a quienes se sentían marginados, validando y amplificando sus preocupaciones antes ignoradas. Cultivó una profunda conciencia social sobre la urgente necesidad de un cambio en el modelo de desarrollo canario, nutriendo un debate crítico sobre el turismo masivo y sus estragos, impulsando la reflexión sobre la sostenibilidad del actual sistema, contribuyendo a un mejor entendimiento de la fragilidad del ecosistema canario. Fue la demostración palpable del poder de la unión ciudadana.
Previamente dispersos, colectivos que operaban en aislamiento encontraron en el 20A un punto de convergencia, un catalizador que los cohesionó hacia un objetivo común. Las manifestaciones masivas del 20 de abril sirvieron como un poderoso testimonio de esta unidad, evidenciando la capacidad de la sociedad civil para influir en el discurso público y manifestar, de forma rotunda, el descontento generalizado y la demanda inequívoca de un nuevo rumbo para las Islas Canarias. No todo, sin embargo, han sido victorias. Si bien, inicialmente el movimiento consiguió cierto impacto en el ámbito político, ejerciendo presión sobre las instituciones y fomentando un debate sobre la necesidad de medidas para abordar las problemáticas planteadas, esta presión no se ha transformado en ninguna medida concreta. Tampoco consiguió crear la mesa de negociación con las instituciones que pretendía.
La resistencia de ciertos sectores económicos y políticos, arraigados en la defensa de intereses particulares y en la perpetuación del statu quo, emergió como un contrapeso poderoso a las demandas de transformación. Sus estrategias, que oscilaron entre la represión, la criminalización y la manipulación del discurso público, han conseguido preservar un modelo que consideran beneficioso, a pesar de sus evidentes limitaciones y costes sociales. A esta resistencia hay que sumarle la inercia burocrática intrínseca a las instituciones públicas. Esta inercia, que puede parecer una simple cuestión de eficiencia y responsabilidad profesional, oculta a menudo una resistencia tácita al cambio. Muestra un miedo a la pérdida de privilegios que paraliza la implementación de cambios profundos, perpetuando el inmovilismo.
Es en esta reacción, o en su ausencia, donde encontramos uno de los retos fundamentales del Movimiento 20A: mantener su propia actividad ante la falta de los resultados deseados. El activismo, a diferencia del trabajo remunerado, es una pasión que se entrelaza con las responsabilidades laborales y personales, creando un equilibrio precario. Se crea, por lo tanto, una asimetría de poder. Las instituciones, con sus recursos y el beneplácito del sistema actual, tienen la ventaja del tiempo y pueden esperar a que el cansancio erosione el ímpetu de los activistas. Esta inacción se convierte en un arma institucional, permitiendo el inmovilismo sin confrontar las demandas sociales. El mayor riesgo para el 20A es que su cansancio refuerce esta inacción institucional. Si las instituciones perciben que esperar es suficiente para disolver la energía activista, optarán por la inmovilidad, imposibilitando cualquier cambio. Esta pasividad, alimentada por la esperanza del desgaste natural del activismo, amenaza la materialización de las demandas del movimiento.
Como vemos, el movimiento se encuentra ahora ante una encrucijada decisiva. Para mantener su ímpetu y traducir la energía movilizadora en cambios tangibles, debemos abordar una serie de desafíos con inteligencia estratégica. La renovación de sus filas emerge como una prioridad ineludible. Es necesario atraer a nuevos miembros, inyectando savia fresca al movimiento y contrarrestando el desgaste que inevitablemente afecta a quienes han estado en primera línea de lucha. Simultáneamente, es necesaria una mayor creatividad para generar nuevas estrategias innovadoras, capaces de forzar a las instituciones a pasar de las palabras a la acción. Asimismo, la batalla por la opinión pública continúa siendo fundamental. El 20A debe persistir en su labor de persuasión, convenciendo a la sociedad de que el cambio no solo es necesario, sino viable. Y, por último, pero no menos importante, se debe abrir un diálogo constructivo con aquellos sectores que aún se muestran reticentes, buscando puntos de encuentro y construyendo puentes hacia un consenso más amplio. El futuro del 20A y por ende de nuestro archipiélago depende de su capacidad para adaptarse, crecer y mantener viva la llama de la transformación social.