
Es sábado de un verano cualquiera entre 1980 y 1995 en Taganana, Tenerife. Hace un calor moderado y el sol brilla sobre las piedras y el piche. Taganana es, todavía, un lugar aislado al otro lado de Santa Cruz -a pesar de la carretera que ya desde hace algunas décadas conecta el caserío, otrora municipio con ayuntamiento propio- con la capital, el camino es largo y está lleno de curvas, y aún el turismo masivo no ha llevado a hordas de extranjeros a Benijo o Almáciga, es por ello que el pueblo está, como siempre, en aparente calma. De entre el silencio seco de las laderas y los riscos, se oyen cabras a lo lejos y algún que otro perro cazador, y mamá y abuela trastean en la cocina después del copioso almuerzo con delicias del país, guardan comida sobrante, limpian, colocan, organizan…
En la casa se está a la fresca, pero afuera, en el patio, sólo los lagartos y los venenosos campan a sus anchas mientras el pueblo se sume en la inactividad propia del mediodía. La brega comienza bien temprano en la mañana, para aprovechar el día y «que no te coja el peso del sol» en plena faena. Mientras tanto, dentro de los hogares la actividad también ha comenzado temprano, o quizás no se ha detenido: las mujeres de la casa ya han iniciado sus tareas de nunca acabar: lavar, cocinar, planchar, organizar, colocar…
En la única vieja tele de sólo un canal -la cordillera impide la llegada del segundo- que tenemos en el salón-comedor, los vaqueros, las damiselas, los antiguos egipcios… pelean, ríen, comparten, construyen, se enamoran, lloran en la película elegida por los responsables de la programación estatal para la sobremesa.
El sonido de esas voces viejas, de esos «efectos especiales» viejos, te va embelesando poco a poco, “pium, pium”, te sube por los pies hasta que te desconecta el cerebro, “¡hay que preparar el fuerte que vienen los pieles rojas!”. Lentamente, me voy dejando vencer en mi sillón único, al lado de la vieja ventana de guillotina, pintada de blanco y verde, en una suerte de paz infinita. El sillón es de eskai color vino, heredado de mi bisabuela, y tiene unos bordados que sobresalen en los cojines del asiento, que ponemos siempre boca abajo para evitar quedarnos con las marcas en los muslos, pero al final es el efecto eskai el que hace que te quedes pegado como un chicle. En invierno demasiado fríos, en verano, demasiado calientes; pero la casa del pueblo se ha ido construyendo así, con retazos de otros, cosas nuevas y viejas mezcladas con el único fin de ser útiles. El sillón de la ventana es el único individual, y yo siempre quiero sentarme allí. Normalmente lo consigo.
El cosmos está de esta manera organizado y todo está en su lugar, el universo entero está en orden. Sólo tengo que dejarme llevar, relajarme, y lo hago mientras escucho de fondo las voces de las dos mujeres de mi familia más importantes para mí, que se entremezclan con los sonidos y los anuncios de la tele. Recuerdo pocos momentos de similar plenitud absoluta.
Mi hermano juega afuera, mi abuelo también duerme, mi padre hace un rato que está otra vez en la huerta rompiendo piedras -una actividad que, por alguna extraña razón, le encanta -a pesar de las quejas de mi madre que dice que tiene que reposar la comida y que lo va a tener que llevar a “sacarle el sol de la cabeza”. Sin embargo, a él no parece importarle y ni mi madre ni mi abuela tampoco parecen ser conscientes de que ellas también deberían descansar ahora, justo después de comer. Pero el ritmo de la casa no se detiene. Ellas dos se levantaron antes que nadie para preparar el desayuno para toda la familia y, acto seguido, se pusieron a cocinar para almorzar. Muchas veces, cuando yo me despierto y bajo las escaleras hacia la cocina, ya puedo oler algunos guisos e inmediatamente me alegro, si es algo que me gusta, o ya me pongo a la defensiva, si es algo que no. Cuando lleguen las verduras me pondré en pie de guerra y haré todo lo posible por no comérmelas, mientras las dos mujeres intentan que, al menos, pruebe algo de lo que tanto esfuerzo les ha costado preparar. Porque cocinar no es sólo el verbo. Cocinar es pensar de antemano, calcular, barajar opciones, tratar de mantener el equilibrio entre lo saludable y lo apetecible, hacer las cuentas para que llegue, comprar, preparar y luego: limpiar, colocar, dividir, ordenar, guardar… Cocinar es una esclavitud silenciosa y necesaria que nunca se para.
Mientras yo le hago la vida imposible a mi madre resistiéndome, hasta puntos insospechados, a comer lo que necesito, los hombres de la casa optan por el silencio o por sugerir platos alternativos que me gusten más, y que cocinarían de nuevo las mujeres. Pero mi madre no se amedrenta, hace oídos sordos y sigue insistiendo en mi buena alimentación.
La película sigue su curso y mi cuerpo empieza a sentirse ligero y mis ojos pesados, como el sol en su cénit golpeando la fachada de la casa. Dormiré un poco, aproximadamente a partir de la mitad de la película, y me perderé el final. Casi siempre es así, y cuando me despierte todo seguirá en orden, «nada» habrá pasado. La casa estará de nuevo limpia y todo en su lugar, como si nunca hubiera sucedido el cocinar o el comer y será el momento para subir de paseo al pueblo (no sin antes ducharnos, perfumarnos y empercharnos, todo a cargo de las dos mujeres, que supervisarán cada detalle y que habrán lavado, tendido, planchado y colocado en los armarios o en las gavetas con anterioridad, las toallas y la ropa que usaremos todos) o de bajar caminando a la playa a ver el jacío de la marea o a meter los pies en los charcos, o regar la huertas cuando termine de bajar el calor, o simplemente jugar, antes de que mamá y abuela se encarguen otra vez de que todos estemos bien alimentados para la cena, y vuelva la misma maquinaria, sustentada sobre las mismas dos mujeres, a ponerse en marcha, mientras los demás hacemos un poco lo que queremos y disfrutamos de nuestro libre albedrío. Aunque a mí muchas veces me toca «ayudar», no en vano soy la otra mujer de la casa. A veces también lo hago de manera «voluntaria», sintiendo que es mi obligación.
Este engranaje de felicidad se mantenía gracias a la esclavitud, en este y tantos otros casos, de dos mujeres. Esta es la historia de mi casa, pero es una historia universal, es la historia de todas las casas y de todas las mujeres. Incluso hoy, en los hogares donde las tareas domésticas y el cuidado de los hijos se hace de una manera más equitativa, la mayor carga, también mental (organizativa, etc.), recae sobre las mujeres.
Yo nunca les estaré lo suficientemente agradecida a ellas por hacer de esos momentos de mi infancia un lugar maravilloso, a costa de su sacrificio (físico, intelectual y personal), al que, de vez en cuando, me gusta volver, mientras me repito a Pizarnik como un mantra: Canta como si no pasara nada. / Nada pasa.
8 de marzo, día internacional de la mujer: no es una celebración, es una reivindicación. Ojalá, algún día, la felicidad no se construya sobre nadie y no necesitemos un día al año para recordarlo.