— Oye, he visto hace poco una serie sobre Canarias, en Netflix, una sobre una erupción en La Palma, ¿la has visto?
— Ah, sí, ya… No, la verdad que no.
— Es una serie noruega… Bueno, es mala, bastante mala, un poco como esas series alemanas cutres. Los canarios no salís bien parados…
— No, ya. Nosotros ponemos el decorado…
Esta conversación que tuve antes de las vacaciones de Navidad con un compañero valenciano me terminó de confirmar lo que ya me temía —no había que ser muy perspicaz— sobre la famosa serie noruega rodada en La Palma, una especie de thriller en el que una familia de turistas nórdicos trata de sobrevivir a un cataclismo tras otro cuando se les viran las vacaciones en Benahoare: entra en erupción un volcán, cae al mar un tercio de la isla, se genera un tsunami, se estrella un avión… Lo que se dice un paquete vacacional completo.
Dejando de lado la calidad de la serie —la ficha en IMDB es poco halagadora— o su falta de originalidad —la novela El quinto día (2004) ya especulaba con el tsunami palmero—, lo cierto es que se repite lo habitual en este tipo de rodajes: nosotros ponemos el decorado vacío, aportamos algún figurante si hace falta y ya pueden las señoras y señores fuereños rodar sus historias fuereñas protagonizadas por personajes fuereños. Nada nuevo, salvo que en esta ocasión las peripecias de los atribulados chonis no tienen maldita gracia cuando piensas que hace tres años entró en erupción el Tajogaite, este sí fue de verdad, y que todavía hoy hay familias palmeras alojadas en contenedores que presentan “condiciones indignas”.
Son muchas las producciones audiovisuales internacionales que se ruedan en Canarias, atraídas por la gran variedad de localizaciones en un espacio reducido y sobre todo por las ventajas fiscales. Pero a ese “en Canarias” hay que ponerle un pero: en la gran pantalla nuestros bosques han sido los de la antigua Grecia; nuestras carreteras, las de algún lugar de EEUU; nuestras calles, las de La Habana vieja. Se busca rodar en Canarias no por sí misma, sino porque hace las veces de lugar vacío, simple escenario deshabitado capaz de emular casi cualquier lugar del mundo a menor coste. Aunque después cualquier canario sea capaz de identificar los paisajes del Archipiélago en la pantalla. Y cuando sí se busca que el escenario de la historia sea Canarias, como en nuestra serie noruega La Palma, o sin ir más lejos en la serie Hierro, resulta que los personajes principales son fuereños y la trama gira en torno a ellos y sus circunstancias. Fuereñas, claro está. A los canarios sólo nos queda reconocernos en el decorado. ¿Dónde están las películas que cuentan historias nuestras? ¿Dónde están la jueza canaria o el detective canario protagonistas de una serie?
En la literatura, por el contrario, no pasa esto. Canarias y lo canario son fuente inagotable de material literario, y si no, que se lo digan a la cantidad de novelistas, fuereños y fuereñas también, que han caído presa de la fascinación por los guanches. Empiezan a ser legión las novelas de autores foráneos protagonizadas por nuestros ancestros; nada que objetar, hasta que descubres que no pocas de entre ellas reproducen sesgos colonialistas o exotizantes, y siguen propagando planteamientos obsoletos ampliamente superados ya por la investigación histórica y arqueológica. El mito del buen salvaje o el cliché ofensivo de la indígena enamorada del conquistador, por poner sólo dos ejemplos, siguen campeando todavía por las páginas de algunas obras recientes. Acabamos de dejar atrás el primer cuarto del siglo XXI, pero hay quien aún no se ha enterado.
Sumemos pues el casi vacío del mundo audiovisual y las tergiversaciones de cierta literatura que, tomándose muchas libertades, nos llega de allende los mares para contarnos cómo eran los guanches. Añadamos las ocurrencias, quizá lisérgicas, con que nos regala periódicamente cierta prensa impagable que nos explica “expresiones canarias” o nos desvela que Gáldar o Agaete son topónimos vascos (sic). Incorporemos el estrambote de inventarse que el Camino de Santiago pasa por Gran Canaria, una isla, situada además en un continente distinto del de la ruta jacobea. Juntemos el incumplimiento con la literatura del Archipiélago o la historia de Canarias en la educación, verdaderas desconocidas para nuestro alumnado. Agreguemos que en el reciente concurso de méritos del profesorado más de la mitad de las plazas irá a docentes fuereños, en el mejor de los casos ignorantes de nuestra realidad y cultura, en el peor refractarios a ellas. Démosle un buen meneo a la coctelera, agitemos bien la mestura y tendremos como resultado que en Canarias son otros los que nos cuentan qué es Canarias, cómo somos los canarios, de dónde venimos y a dónde tenemos que ir.
Así, el relato sobre lo que es Canarias, cuál es su fundamento y cuáles deben ser sus perspectivas no lo confeccionamos los canarios. Lo elaboran otros en función de sus intereses, mayormente los del capital que dispone de las Islas a su antojo y nos convence de que no hay alternativa, de que este es el orden natural de las cosas. Oculta nuestra historia porque la sabe plagada de luchas por nuestros derechos, escamotea nuestra tradición intelectual porque la sabe fecunda en críticas e ideas. La práctica ausencia de historias y referentes propios en la ficción audiovisual o la educación coarta nuestra capacidad de cuestionar el relato prefabricado de lo que es y ha sido Canarias. Ahora que las costuras de ese relato apenas ocultan ya la realidad del Archipiélago, se abre una nueva oportunidad para rechazar de una vez la penosa costumbre de conformarnos con un mal arreglo y plantear de una vez un buen pleito (Pablo Utray, 2018: Libertad de actuar). Un buen pleito que pase necesariamente por una producción cultural y un sistema educativo en los que reconocernos, que dejen de presentarnos Canarias como un lugar vacío en el que nunca pasa ni ha pasado nada.