La marca de la comercializadora multinacional inglesa Fyffes está vinculada a la historia de Canarias y a la de mi propia familia y no solo por el negocio de la exportación de fruta.
Agradecemos a Yanet Acosta su gentileza a la hora de cedernos este texto, aparecido originalmente en su espacio personal Me supo (Ensayo literario con la gastronomía como inspiración).
Ni todo el azul sobre el que se dibujaban las efes acompañadas de otras letras impidió la punzada que sentí en el centro del pecho. Me pilló desprevenida, porque, como de costumbre iba a coger un plátano (vivo en Madrid pero siempre hay plátanos de Canarias en casa). En su lugar encontré un envase con cuatro bananas y me estremecí. Y no exactamente porque comer bananas en lugar de plátanos de mis Islas sea una especie de anatema, sino por la marca pegada en la piel de cada una de las frutas: Fyffes.
La primera vez que escuché “faifes” no sabía ni cómo se escribía. Era una chiquilla que pegaba la oreja a una conversación de la que solo escuché ese exótico nombre asociado a mi bisabuelo, un tipo raro que parece que había estado preso en la guerra (en aquellos días desconocía que parte de las tropas lideradas por el que sería posteriormente el dictador Franco la habían provocado). En la siguiente ocasión me costó reconocer que se trataba de la misma palabra. Vi escrita la palabra en la portada de un libro del escritor José Antonio Rial en el que hablaba del campo de concentración en el que fue recluido.
Entre una cosa y otra pasaron los años y entonces me documenté y creí entenderlo. Y han seguido transcurriendo los años y había dejado atrás la historia familiar susurrada hasta que esta mañana reapareció en el cuerpo en forma de “efes” como traumas.
De lo dulce y lo astringente
Fue la tuberculosis de Ida la que lo cambió todo. Corría el año 1887 y su esposo, Edward Wathen Fyffe se trasladó de Londres a Canarias, destino bien conocido por los ingleses para tratar esta afección, efecto secundario de los humos de la revolución industrial. Entonces se enamoró del sabor de los plátanos canarios y el resto es una bonita historia con la que se endulza en la actualidad la web de la multinacional Fyffes. Esta versión es además la que se propaga en páginas de periódicos ingleses y canarios, que por cierto no mencionan ni el apellido de la tal Ida ni atienden a mi curiosidad de si los aires de las islas sanaron su enfermedad. Historias a medias.
El caso es que cuando llegó el señor Fyffe al archipiélago canario hacía ya tres años que se habían realizado con gran éxito los primeros envíos de plátanos por parte de la compañía naviera Elder Dempster, con sede en Liverpool, según cuenta en Estudios Atlánticos el historiador Nicolás González Lemus. El plátano era un producto de lujo que ya conocían las élites inglesas que tenían relación habitual con Canarias gracias al comercio del vino, del que se da cuenta hasta en las obras de Shakespeare.
Pero si el amor no es romántico, mucho menos lo es el comercio. Los ingleses pensaron en el potencial de este nuevo producto y simplemente ampliaron sus bases en las Islas en las que ya habíamos adoptado costumbres y palabras inglesas, incluso recetas de cocina.
El sendero inglés
Desde finales del siglo XIX se pone de moda entre las familias canarias más favorecidas, la elaboración del típico pudin inglés, como se puede ver entre los recopilados por recetascanarias.org. Esos platos aparecen en los recetarios domésticos canarios como el de la familia Monteverde. Además, en la recopilación de Gregoria Rixo se pueden encontrar recetas directamente en inglés como A boiled plum pudding, A rice pudding y A potatoes pudding.
La gastrocracia está servida y como dice Eugenia Afinoguénova —editora junto con Rebecca Ingram y Lara Anderson de Digestible Governance. Gastrocracy and Spanish Foodways— la política se encuentra “hasta en la sopa”.
Aún no he estudiado cómo llegó exactamente a manos de los sublevados de la guerra civil el almacén de la compañía Fyffes en Santa Cruz de Tenerife ni a quién ni cómo se le ocurrió convertirlo en campo de concentración, pero según cuenta Javier Rivero Grandoso en un artículo sobre espacios y escrituras del exilio, la empresa inglesa exportadora de frutas Fyffes Limited cedió sus almacenes y la casa naviera Elder el alambre de espino que rodeó esta improvisada cárcel que llegó a albergar a dos mil prisioneros de guerra, entre ellos muchas personas sospechosas de simpatizar con la forma de gobierno republicana.
Poco plátano se comió en aquel lugar inhóspito en el que se apiñaban hombres, muchos de los cuales fueron fusilados en el Barranco de El Hierro o arrojados al mar directamente por los militares sublevados, como fue el caso del poeta Domingo López Torres, el escritor surrealista que acompañó a André Breton durante su visita a Tenerife en los años 30 y al que no perdonaron las élites.
Otros espacios que sirvieron como cárceles improvisadas para los franquistas en aquellos días de guerra civil fueron los barcos fruteros que recibieron el nombre popular de “El Archipiélago Fantasma”. Recuerdo muchas conversaciones con Alexis Ravelo —escritor ya fallecido— sobre estas prisiones (anécdotas y vergüenza).
En los días de verano asistí a la presentación de Las Rapadas con María Rosón y Maite Garbayo-Maeztu. Allí oí hablar de la transmisión del trauma de una guerra y de los trabajos compilados por Anna Miñarro y Teresa Morandi, pero un “inocente paquete” me lo ha demostrado. Ahora sé en propias carnes que el trauma queda en el cuerpo y no solo el que vive una persona sino también su descendencia. Y también que no hay azul y verde de etiqueta ni palabra sostenible que permita olvidar.
Yanet Acosta es doctora en Ciencias de la Información, especializada en periodismo gastronómico.