Una tarde de junio de 2017 estaba sentada disfrutando de la puesta de sol en la orilla del lago de Pokhara, en Nepal, un lugar tan bucólico que hasta Bunbury lo nombra en una canción. Llegué a perder la cuenta de cuántos hombres me preguntaron si estaba bien. Al final incluso pensé “¿tendré mal aspecto?¿Alguna herida sangrante que me haya pasado desapercibida?”. Pero no, lo revisé y estaba todo bien. Y yo estaba tranquila, en mi mundo interior que, por cierto, suele ser bastante entretenido.
Hace poco más de dos meses, en los Alpes italianos, en el km 80 de los 160 que tenía la carrera de montaña que afrontaba, un hombre de unos 40 años se extrañó mucho de que me hubiera inscrito yo sola, sin acompañante. Ante lo cual él mismo se contestó, explicándome que había conocido al chico con el que él iba en la misma carrera, la cual también había empezado solo. Según su visión, era lógico que ellos se apuntaran solos… pero no que lo hiciera yo. Por suerte no tuve que explicárselo, cosa que francamente me hubiera dado bastante pereza.
Las mujeres que me lean probablemente se verán reflejadas en estas situaciones y habrán tenido vivencias similares. Con distintos decorados, la realidad para todas ha sido la misma. Todas hemos sido educadas en el miedo, advertidas de los infinitos peligros que tiene el mundo esperando por nosotras al cruzar la puerta de casa. Algunas incluso los han sufrido dentro de casa, pero eso es otro artículo, ¿no?…o un tratado, o un eje transversal de la historia de la humanidad.
El caso es que hemos crecido con miedo: miedo a que toquen nuestro cuerpo sin consentimiento, a que nos acosen verbalmente, a que nos amenacen, nos peguen, nos violen, nos secuestren, nos maten. Nunca hemos sido plenas dueñas de nuestras vidas porque el miedo nos lo ha impedido. Sobre todo en cuanto tomas consciencia de tu sexualidad, que te confiere un extra de vulnerabilidad. Inevitablemente me recuerdo de adolescente, de joven, corriendo de madrugada a casa, corriendo hasta asfixiarme, muerta de miedo. Siempre fui mucho más advertida, mucho más limitada que mi hermano.
Pero, ¿hasta qué punto el educarnos en el miedo nos protege? ¿Es posible que en vez de ello, o además de ello, nos limite?
Mis vaivenes viajeros por el mundo desafiaron y desafían esos miedos, aunque nunca los obvian ni los olvidan. Mis rutas y mis horarios están en mayor o menor medida condicionados por el miedo. Pero no por ello dejé de cruzar Francia o México en “autostop”. No por ello dejé de recorrer Nepal dos meses con mi mochila. No renuncié a mis travesías por el Anillo de Picos de Europa o Carros de Foc. Ni a tantas otras cosas de las que mi alma se ha nutrido inmensamente.
Allá afuera hay dos mundos. Un mundo en el que pueden hacerte mucho daño y otro mundo en el que descubres que la humanidad también está llena de bondad y belleza. ¿Es posible moverse con cierta libertad y fluidez en esta dicotomía, en esta exposición inevitable al riesgo? ¿Debemos asumir que, en tanto que mujeres, tenemos un riesgo añadido al caminar por el mundo? La respuesta para mí es tan decepcionante como clara: sí. Pero una no deja de coger un barco por miedo a que naufrague, ni de probar una fruta exótica por miedo a una reacción alérgica, ni de iniciar una relación a distancia cuando estás enamorada por miedo a sufrir en un futuro que hoy no existe. Así, tampoco dejas de caminar el mundo porque no tengas quien te acompañe a hacerlo. Y luego llega ese día en que empiezas a recorrerlo sola por elección.
Y en medio de tantas idas y venidas que tanto han llenado mi existencia, quiero pensar que tal vez mi humilde (y arriesgada?) contribución ha sido la de exponerme, la de dejar que el mundo vea que soy capaz de recorrerlo venciendo ese miedo que ya casi me venía tatuado en el ADN. Quizás he sido, soy, una de tantas que, sin darnos cuenta, vamos creando una estela de normalización.
Tal vez mostrar que no tenemos miedo sea una forma de que este mundo hecho por y para hombres nos empiece a respetar precisamente al ver nuestra falta de miedo. Tal vez así poco a poco recuperamos nuestro espacio seguro en el mundo. Nos lo debemos, se lo debemos a tantas niñas que vienen.
Una cosa tengo clara: soy quien soy en parte porque he tenido el privilegio de viajar. Luego, el valor de viajar sola y finalmente, la condición de mujer que viaja sola. Y estoy segura de que es por ello que soy una mujer aún más consciente de mi poder, más capaz de afrontar los temores y las adversidades. Y, lo más importante, quién sabe si incluso de servir como inspiración a alguna niña que, como mujer del mañana, seguirá cambiando el mundo, tejiendo esa estela que, sin darnos cuenta, empieza a trascender las generaciones.
Cada una, todas nosotras, tan solo con nuestra actitud, enfrentando valientes el mundo, con o sin coger aviones, viajando a 3.000 km o simplemente atravesando nuestra calle mientras soñamos por dentro, vamos construyendo ese mundo anhelado en el que las niñas puedan crecer proyectando sus vidas sin sentirse limitadas por el miedo.