El presente texto es un fragmento del capítulo IV del libro Necesidad de comprender. Cartas poli(é)ticas de disenso. Vol. I, del filósofo Pablo Utray, libro de reciente aparición en las Ediciones Tamaimos, Colección Biblioteca Habitada. Concretamente este capítulo lleva por título «Sobre las religiones» y constituye un acercamiento al papel de las religiones en el pasado y el presente de nuestras sociedades. Con esta obra, el autor también conocido en otras facetas de la vida como Pablo Ródenas, revisita las cartas publicadas en la Revista Disenso en la década de los 90, bajo la luz crítica de «la tardomodernidad ultraliberal y capitalista en que vivimos». Nota del editor: los párrafos en cursiva y alineados al centro en el presente artículo deben ser leídos como acotaciones al relato principal.
¿Recuerdas, Alia, que en los dos primeros capítulos me referí a la muerte de los valores supremos preestablecidos, tal como la pensó Nietzsche y la comentó de forma sesgada Heidegger? No era en vano. Hay un hecho incuestionable al que apenas solemos prestar atención. Pese a la proclamación, entre orgullosa y compungida, de la modernista muerte de los valores sacros, vivimos en una sociedad de raíces religiosas más profundas de lo que habitualmente sospechamos. Al tiempo, parece que asistimos al resurgir de las religiones tradicionales, sean o no de raíz cristiana (en una era informacional que cree ser ya postindustrial, como señaló en su momento Manuel Castells). Y observamos que aparecen religiones nuevas, tradicionalistas unas y secularistas otras (el ultramodernismo, el ultraliberalismo y el ultracapitalismo tienen mucho de ambas, protegiendo valores sacralizados religiosos y no religiosos en sentido estricto: entre ellos, el dinero, el poder y las ideologías). A mi juicio, querida amiga, pasado y futuro ponen a la religión en el orden del día del presente. De forma algo exagerada lo dijo Eugenio Trías (al principio de su libro Pensar la religión): si hubo un tema relevante en el cambio de milenio, este fue, sin duda, el religioso. Como se ha dicho en ocasiones —a pesar de la sordera de gran parte del laicism —, la asociación de religiosidad y política es tan fuerte en la vida cotidiana como la pertenencia de género, nación, etnia o clase…
Pero, ¿a qué llamamos hoy día “religión”? ¿Cómo podemos, al margen de la mera creencia, de la creencia no racional arracional o irracional), acercarnos intelectualmente al recurrente hecho numinoso, ese pálido reflejo terráqueo, como dijera Nietzsche, de una luz sideral ya apagada? Si algo me sorprendió de aquel lejano viaje por Gran Bretaña fue el profundo tradicionalismo de galeses, escoceses e ingleses a este respecto (incluiré a irlandeses del sur y del norte, pues visité poco después su país, la patria de Berkeley, Burke y Moore, y también de Wilde, Joyce y Beckett). Uno de los aspectos más llamativos de ese tradicionalismo (que hoy día comparten estos países angloparlantes) es el cristianismo reformado de anglicanos y protestantes, que convive —solo aparentemente sin dificultad— con el islamismo y el hinduismo procedentes del imperio colonial, además de con el catolicismo romano del que algunos de nosotros, los de algunas de las Españas, también provenimos, nos guste o no.
Transcurrían las jornadas del viaje mientras contemplaba con bastante sorpresa aquel abigarrado mapa de creencias y catedrales, dado el contraste entre la sobriedad de los “cristianos reformados” y su “arquitectura gótica, primitiva, decorada o perpendicular” con la exuberancia ibérica y colonial. Luego, la mirada se me volvió del todo irónica cuando leí una hilarante novela, En directo desde el Gólgota, que trata —tal como informa el subtítulo (puesto según parece por el editor)— de “el Evangelio según Gore Vidal”, personaje este que no es otro que el autor de la narración. El que no la haya leídaún puede hacerlo, porque no está en mi intención destriparla por entero. Solo te transcribiré, Alia Lectora, unas líneas de lo que dice —por esta vez con acierto— la contraportada del libro, que además sirve de advertencia para creyentes incautos: “Malicioso, fogoso, irrefrenablemente delirante, este ‘Evangelio según Gore Vidal’ hará desternillar de risa a quien no caiga fulminado por sentir ultrajada su fe”. Así que si estás dispuesta a leerlo, Alia, ¡que pases un buen rato!
Ahora bien, aunque te sorprenda, los Evangelios al modo de Gore Vidal me interesan desde un ánimo que desborda lo estrictamente literario y también lo religioso, ánimo al que se circunscriben por su parte, y no es poco, El Evangelio según Jesucristo, de José Saramago, y El Evangelio según el Hijo, de Norman Mailer (hace no mucho he leído también El Evangelio según María Magdalena, de Cristina Fallarás, y revisitado El Evangelio según Mateo, de Pier Paolo Pasolini). El libro de Gore Vidal me interesa primero como texto de filosofía de la historia implícita y luego como fragmento de historia de las religiones. En concreto, como pequeña historia del cristianismo, aunque sea una historia ficticia (¿pero cuál no lo es en mayor o menor medida?).
Existen historias e historias. Los angloparlantes distinguen entre story y history para referirse a las narraciones cotidianas y literarias o a las historiográficas y científicas, respectivamente. Pero la ficción también se da en este segundo campo, como digo, en mayor o menor medida. Hay historias con pretensiones científicas no ficcionales (historiografía), que se apoyan en hechos y datos contrastados y contrastables para hacer interpretaciones constructivas, pero también hay historias que se construyen con pretensiones exclusivamente persuasivas (“historietografía”), que a veces no dudan en abandonarse a la ficción falaz, inventándose los seudohechos que narran (ahora incluso se les llama, con descaro nada inocente, desde la posverdad, “hechos alternativos”). Lo que aquí se afirma es que la historia convencional de las religiones parece aspirar, con las excepciones necesarias, a persuadir por encima de cualquier otra pretensión.
Porque algo de ambos enfoques (de filosofía de la historia y de historia de la religión cristiana) tiene la perspectiva de Vidal. Y no es raro. Quienes defienden a machamartillo que la mejor filosofía contiene buena literatura olvidan que la mejor literatura muchas veces suele contener también buenas filosofías y buenas historias.
Sobre el problema de la comprensión de la historia puedes ver, entre los muchos materiales a los que afortunadamente hoy se puede acceder, la Filosofía de la realidad histórica(1991), de Ignacio Ellacuría, por citar a un autor de inolvidable recuerdo, influenciado por cierto por la filosofía teológica de Xavier Zubiri, al que luego mencionaré. Y sobre el problema de la consideración de las narrativas religiosas, la Introducción a la historia de las religiones. Hombres, ritos, Dioses (1995 y 1998), de Francisco Díez de Velasco, que está muy bien.
Verás, Alia, si bien es fácil advertir que nuestro presente religioso occidental exuda por muchos de sus poros su pasado de ortodoxia, principalmente de dogmática ultramontana, no es tan sencillo reparar, en cambio, en que ese pasado está siendo reactualizado constantemente desde nuestro propio presente, a gusto y manera.
Esto resulta casi siempre sencillo de comprobar, a poco que no cerremos los ojos. Por ejemplo, mientras escribía el primer borrador de este capítulo, a mitad de los noventa, como dije, los medios jaleaban el rol contrarreformista de la delegación vaticana en la Conferencia de la Mujer de Beijing o la reivindicación por parte de la Conferencia Episcopal española de que se introdujese la asignatura de religión (católica) en la enseñanza pública, ¿recuerdas, Alia? Y sostenía que la enseñanza debería ser laica, pese a que la separación de iglesia y estado en España aún no se había conseguido y se mantenían muchos de los viejos privilegios de la añeja institución católica. Además, por otro lado, señalaba que la relación de creyentes e increyentes en una sociedad democrática no se debería basar solo en la laicidad, sino sobre todo en la tolerancia, como sabemos desde los tiempos de John Locke. Jacques Rancière escribió que “la laicidad que define la neutralidad del Estado en materia de religión no puede bastar para regular la relación entre creyentes y no creyentes, como tampoco entre miembros de diferentes religiones. Lo que sí puede hacerlo es una virtud susceptible de regir el comportamiento de los individuos: la tolerancia, que solo tiene sentido si es recíproca” (J. Rancière, “Sobre la libertad de expresión”, El Salto, 10/12/2020). Cuando voy cerrando este libro, incluso la Iglesia del Papa Francisco sigue reafirmándose en algunas de sus prohibiciones más desfasadas y reaccionarias, que parecen intocables. La declaración Dignitas infinita es un texto que vuelve a mostrar que “Del aborto a la eutanasia, pasando por la denominada ‘teoría de género’, Roma continúa defendiendo una férrea doctrina moral” (eldiario.es, 8/4/2024).
A poco que reflexionemos sobre hechos como estos —así, por ejemplo, es como se inicia el filosofar sobre la historia—nos damos cuenta de las graves implicaciones que tienen para nuestra genérica condición de cristianos. Por “cristianos” me refiero, claro está, al sentido “geográfico” que Bertrand Russell le dio a la palabra, aunque para él los sentidos que importan son, sin embargo, otros: creer en Dios y su inmortalidad y creer en Cristo, sentidos que bien valen para casi cualquier otra religión, sustituyendo la figura de Jesucristo por la homóloga correspondiente.
Cuando flotamos en el presente buscamos raíces en el pasado, pero ¿qué ocurre cuando descubrimos que ese pasado al que queremos anclarnos como si fuese una dura roca no es más que un mar de invenciones del presente? Ten en cuenta, además, que, como es lógico, esta actitud de reinvención del pasado se ha dado también en todos los presentes anteriores al nuestro (y hay que hacerse a la idea de que se dará asimismo en los presentes posteriores). Nuestras reinvenciones del pasado serán —¡ay!— tan caducas o perennes para los que vengan después como lo son para nosotros las de los que nos precedieron.