“¿Dónde estaba Dios en Auschtwitz?”,
(Jürgen Habermas,
Israel o Atenas, 2001)
La filosofía comienza con la desilusión, tanto religiosa como política.
(Simon Critchley,
La demanda infinita, 2007)
Decía Pablo Utray, citando a Walter Benjamin, que el capitalismo es una religión cultural. Y que, además (como doctrina económica realizada planetariamente en los últimos siglos de la historia de la humanidad), es uno de los rasgos fundamentales del marco social en el que vivimos. Así, pues, junto a la modernidad y el liberalismo, el capitalismo sería la tercera gran característica de ese marco que deberíamos tratar de comprender bien, al menos si queremos generar una cultura de la no violencia que, como matriz alternativa, nos mueva a construir sociedades menos injustas. Para terminar esta postconvencional serie de sentenciosos artículos poli(é)ticos, le pregunto entonces a Utray qué otros rasgos considera que hay que tener en cuenta. Y me contesta que uno en el que ineludiblemente hay que profundizar, porque envuelve a todos los demás, es la religión. Después de la “muerte de Dios”, diagnosticada por Nietzsche, no parece que las religiones hayan desparecido del mundo, argumenta, mientras que su función social y política actual parece haberse hecho fundamentalmente regresiva. Al respecto, Utray me envió la siguiente brevísima reflexión, que aquí transcribo.
I
La memoria (y el pensar sobre el pasado) comporta siempre una reinvención, una recreación del conjunto dinámico de interpretaciones cambiantes de lo que se dice en un momento determinado que “es” (en el ahora) respecto a lo que “fue” (en el antes). Por eso, desde el siglo XIX, cuando la “Historia” con pretensiones científicas investiga los hechos y procesos del pasado se presenta casi siempre acompañada de “historias” con pretensiones persuasivas que no dejan de ser en buena medida ilusorias.
Estas últimas abundan en todos los órdenes discursivos y predominan de forma señalada en el caso de las religiones. Las historias que nos cuentan del cristianismo, por seguir nuestro caso más cercano, son básicamente las establecidas desde las propias interpretaciones derivadas de los escritos de Pablo de Tarso, veinte siglos atrás, en el antes, y no, por cierto, las fundadas en el conocimiento investigado, documentado y publicado de manera rigurosa por los historiadores y pensadores de nuestro tiempo, en el ahora.
II
La pregunta metafísica por “lo que hay” en el mundo carece de respuestas simples y directas (respuestas del tipo “lo que hay es esto y sólo esto”). Porque serían respuestas que no puedan ser argumentadas con la validez exigida por las actuales ciencias y por la filosofía crítica. Cuando son respondidas de esa manera dogmática desde otras órbitas, por ejemplo, por las autoridades e instituciones religiosas presentes en casi todas las sociedades del planeta (afirmando la existencia de entidades divinas emisoras de mandatos celestiales y mundanos), esas respuestas se convierten en creencias que no tienen valor cognoscitivo, pero que sirven para el control social.
Una religión viene a ser una forma de vida de personas en doble relación, social y creencial, cuyos participes conforman una comunidad de religación confesional; una comunidad de creencias dentro de la comunidad social que además de exclusiva, viene a ser también excluyente y cerrada; una comunidad que recibe beneficios y comparte credos sobre entidades míticas o mitificadas, junto a normas ético-políticas y rituales confesionales de adoración, institucionalizados con mentalidad predicadora y propagandista. Así, una religión es una variante ideológica específica mediante las que se conforman comunidades de personas que en sus formas de vida incorporan a sus liturgias lo sagrado, lo divino, lo santo, lo numinoso, lo oculto, etcétera.
III
En la actualidad, la religación religiosa cumple una función necesaria para los creyentes, que tienden a vivir apoyándose en morales heterónomas clericales (remitidas a un imaginario “reino de los dioses”). Pero que es una función innecesaria para los increyentes, que se pueden limitar a ligarse entre sí suscribiendo morales heterónomas laicas, incluso autónomas, que prescindan de lo religioso.
Las actitudes de creyentes y de increyentes pueden ser socialmente legítimas si no son impuestas, es decir, si son actitudes libres surgidas en contextos tolerantes, pluralistas y democráticos. Sin embargo, la religación religiosa siempre aspira, por definición, a la institucionalización de dispositivos de control y sanción exclusiva (piénsese en el rol de los sacramentos cristianos), e incluso dispositivos de inquisición (como los que se conservan en algunas religiones en la actualidad).
IV
Porque de ninguna manera se debe olvidar que, como toda norma poli(é)tica, el principio de tolerancia tiene sus límites y que la función religadora sigue incluyendo en muchas religiones de nuestro tiempo una justificación falaz del reaccionarismo y del recurso a la violencia en las guerras (incluidas las mal llamadas “guerras justas”), el terrorismo, los crímenes de lesa humanidad y los genocidios. Se ha dicho con razón que la causa de la violencia belicista “no es la religión, estúpido”, pero sin embargo no se puede negar que las religiones juegan un papel fundamental en su indebida justificación.
En nuestro tiempo la opinión pública mundial contempla con horror la violencia desatada a gran escala que se está ejerciendo en la Franja de Gaza (y en otros territorios y países del entorno: Cisjordania, Líbano, Yemen, etcétera), o la que se produce en muchos otros países (Sudán, Ucrania y así más de cincuenta conflictos activos en el mundo —la mayor cantidad desde la II Guerra Mundial—, con más de noventa países interviniendo en guerras fuera de sus fronteras, según informa el Institute for Economics & Peace). En gran parte de estos conflictos se recurre también a lo religioso, entre otros factores, para seudojustificar la violencia belicista de unos u otros.
No son precisamente casos aislados en un mundo tardomoderno que contempla con perplejidad la regresión ultraderechista y antidemocrática en países con poderes fácticos cada vez más autocráticos a fuer de ultracapitalistas. Las religiones se asociación a esos poderes o los encabezan teocráticamente (desde Israel hasta Irán, pasando por EEUU, Reino Unido, Rusia y un largo etcétera). Una vez declaran de modo dogmático lo que es sagrado, las religiones pasan a seudojustificar el ejercicio autoritario de la violencia religiosa contra todo lo que pueda considerar profanado y tachado de sacrílego.
V
La autocrítica de la razón, presente en la filosofía postmetafísica y en las ciencias contemporáneas de lo social, señala límites comprensivos y cognoscitivos que estas disciplinas no pueden traspasar sin negarse a sí mismas. No deben ser las sustitutas de los credos religiosos ni de su función religadora al modo de los mundos previos a la modernidad (ni recaer en los repetidos intentos de fusionar ciencia y religión). Más bien deben ser instrumentos de explicación y comprensión de la fenomenología y el orden religioso, y de su colonización funcional de los restantes órdenes de lo social.
Después del fracaso de la secularización moderna, la pregunta es: ¿acaso son necesarias las funciones religiosas en la actual tardomodernidad? Y en caso de que se responda afirmativamente: ¿deben y pueden ser asumidas las viejas y nuevas concepciones de la religión, en concreto, desde la poli(é)tica, es decir, desde las éticas y las políticas entrelazadas pese a sus tensas relaciones? No cabe una respuesta taxativa a semejante cuestión. Pero sí realizar tentativas razonables de que en las instituciones públicas se prescinda de todas aquellas doctrinas que carezcan de fundamentación argumental democrática, deliberativa y participativa. La única religación realmente válida es la mundana recivilización humanista y no violenta.
VI
En lo político público, entendido desde la democracia equitativista, se ha de permitir que se erijan formas de vida, institucionalizadas o no, que respeten con tolerancia tanto las creencias religiosas particulares como las increencias laicas igualmente particulares. Y hacerlo a partir de los derechos de ciudadanía que a todas las personas se les han de reconocer, garantizando su aplicación en las prácticas reales.
Porque en contrapartida se ha de exigir que el ejercicio de los derechos de ciudadanía por parte de creyentes religiosos o de increyentes laicos no vulnere las formas de la vida particulares de los otros, ni las instituciones públicas básicas y no confesionales de toda democracia que aspire a ser equitativista.
8 de octubre de 2024