Anda el tinerfeñismo, leáse la masa social del Club Deportivo Tenerife
Sociedad Anónima Deportiva, revuelto con la situación deportiva del
equipo, que es pésima, y sobre todo con la caótica situación
institucional del club, envuelto en una guerra civil de imprevisibles
consecuencias. La primera experiencia de un inversor foráneo en el
accionariado de la entidad ha traído cualquier cosa menos estabilidad
y sosiego.
A José Miguel Garrido, que así se llama el personaje, le abrieron la
puerta con todos los honores tras un año de recelo ante sus
ambiciones. Sin embargo, algunos de quienes le pusieron la alfombra roja son
ahora los más activos para forzar la salida, aun en la certeza de que
Garrido dispone de una posición confortable en su condición de
accionista mayoritario. Nueve millones de euros le costó la aventura,
en su mayor parte mediante la adquisición del paquete de control que
durante década y media dio la presidencia del club al empresario
palmero Miguel Concepción. Cuando este decidió poner fin a su
irregular trayectoria como gestor (buena en lo económico, fallida en lo
deportivo), ninguno de los inversores tinerfeños quiso recoger el
guante y eso abrió la puerta a Garrido, que ya merodeaba por la Isla en
busca de su oportunidad para repetir un rol que ya jugó en el pasado,
esto es, ser accionista mayoritario de un club profesional de fútbol en
España.
Los primeros pasos de Garrido en su recién estrenada condición de propietario (bien blindado con una sindicación de acciones firmada con otros accionistas históricos) parecieron ilusionantes. El hombre, más locuaz de lo que recomendaba el comedimiento del recién llegado, se llenaba la boca con alegatos en favor de la planificación económica y deportiva, de los objetivos medidos en cuatrienios y el crecimiento permanente en todos los estamentos del club. El reparto de tareas parecía acorde con la nueva situación accionarial, con la presencia tanto de un notable del tinerfeñismo empresarial como Conrado González como de los hombres de confianza del nuevo accionista mayoritario, uno centrado en la gestión (Santiago Pozas) y otro tomando decisiones no siempre coherentes en la parcela deportiva, en este caso el chabacano Juan Guerrero, uno de esos tipos de éxito que deben pensar que el hombre hecho a sí mismo debe demostrarlo a diario a través de bravatas y palabras gruesas. Y, al frente de todo, o al menos eso se explicó en su momento, un Paulino Rivero que por fin había accedido al sueño otoñal de ser presidente del Tenerife, un cargo para el que reunía (y reúne) cualidades sobradas, a tenor de su trayectoria política durante décadas, con la presidencia del Gobierno de Canarias durante ocho años como gran exponente.
El rol de Rivero en el Tenerife es uno de los aspectos más interesantes
del embrollo blanquiazul. Por paradójico que fuera, el que fuera líder
histórico del nacionalismo canario aceptó de buen grado ser un
presidente con funciones limitadas justo en el momento en el que, por
vez primera, un inversor foráneo se hacía con las riendas de la entidad.
Si se ha sentido incómodo, sin duda Rivero lo ha disimulado muy bien,
incluso en la certeza de estar desempeñando un papel muy poco lucido en
el que su principal tarea era sentarse en el palco y aguantar el
chaparrón de unos resultados deportivos decepcionantes, todo ello
mientras justificaba decisiones de las que apenas había formado parte.
Porque, esto hay que dejarlo claro, la sala de máquinas ha estado
siempre en manos de Garrido y sus peones, hasta generar un creciente
clima de distorsión, pues el equipo dirigente del club, y esto incluye al
accionista mayoritario, no fue llamado tampoco por los dones de la
diplomacia y las relaciones públicas. Todo lo contrario, el Tenerife de
Garrido es aún más ruidoso y bronquista que el de Concepción, lo cual
ya es decir bastante. El enfrentamiento con peñas, con medios de
comunicación, con periodistas a título particular, ha sido una constante
agravada por los malos resultados de la última temporada. El caótico
inicio de la presente Liga ha sido ya la gota que ha colmado el vaso.
Llegados a este punto, el Cabildo de Tenerife ha decidido tomar cartas
en el asunto, aunque la entrada en juego de la presidenta Rosa Dávila
no garantiza solución alguna a corto plazo. En obvia estrategia
conjunta con el propio Paulino Rivero, la líder nacionalista a escala
insular ha dejado claro que no quiere a Garrido en el accionariado del
club e incluso ha amagado con retirar el patrocinio que la corporación
insular destina al club, una advertencia más virtual que otra cosa
porque supondría debilitar a la marca y convertirla en víctima de la
operación para desalojar a un molesto propietario al que, no lo olvidemos nunca, se le abrió la puerta con todos los honores solamente un año antes.
Sea como fuere, el movimiento del Cabildo ha venido de
la mano de la aparición de un nuevo actor, el inversor tinerfeño
Rayco García, un joven poco conocido pero ambicioso, que ha puesto
12 millones de euros sobre la mesa para convencer a Garrido,
comprarle sus acciones y dar por finiquitada la presencia en el club de
quien hoy es visto como un cuerpo extraño. Dónde ha ganado García
todo ese dinero es algo de lo que se habla mucho en los cenáculos del
tinerfeñismo, porque sin duda es un recién llegado, un outsider que
según se comenta ha cerrado operaciones de éxito en el fútbol de
Arabia Saudí y demás monarquías árabes-petroleras-futboleras. El
mundo, dicen, pertenece a los audaces.
Se trata, en cualquier caso, de la única alternativa seria al actual estado
de cosas, pero por ahora no ha conseguido ablandar la voluntad de José
Miguel Garrido, que hasta niega haber recibido ofertas y se hace fuerte
en su actual posición, con el objetivo, dicen otros accionistas, de cobrar
15 millones y obtener la mayor plusvalía posible de su ya fallida
experiencia tinerfeña. El CD Tenerife ahora mismo es como la nave
Nostromo. Navega por la galaxia de la Liga Hypermotion con paso
vacilante y tiene en su seno a un accionista Alien al que todos le
abrieron la puerta entre vaticinios de éxito. Que Dios les conserve el olfato.