Por su interés reproducimos este artículo de la intelectual puertorriqueña Dorothy Bell Ferrer, aparecido en la revista hermana 80grados. Dorothy Bell Ferrer (1994) es escritora y estudiante de doctorado de literatura hispanoamericana en el departamento de Estudios Hispánicos en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico Recinto de Río Piedras. En el 2020 su tesis de maestría fue calificada como sobresaliente por un jurado de notables académicos. Publicó su primera novela, El trasero grande de la muerte en agosto del 2022. Ella publica ensayos narrativos sobre identidad, música y cuerpo en su página lasandungaqueserepite.wordpress.com. Pueden consultar el original aquí.
Todas las violencias que he vivido en este mundo confuso que llamamos academia y en el otro mundo, igual de ceremonial, con sus propios protocolos, que confronta a la academia, son justificadas por yo ser negra. Aclaro que la violencia no es por negra. La violencia no es por negra en el sentido común de la palabra negra, la que usan para referirse a mi físico o para referirse a una de las características más asombrosas de mi cuerpo, que por casualidad histórica y genética me acompaña en todos los mundos incluyendo el académico, que no ha permitido la entrada de muchos otros con la misma pareja. La palabra negra que usan para notar en voz alta “aquello” que me separa del otro menos negro o del otro más blanco, es por yo ser negra. Yo. Ser. Negra. Es por yo ser negra, implicando vertiginosamente una relación particular con un adjetivo, el adjetivo negro, de muchos, porque soy negra en la mayoría de los contextos, sí, pero por yo ser negra que es más que negra. La violencia se justifica por yo ser negra que es más que negra, por yo ser una negra que jamaquea con su negritud.
Jamaqueo o zarandeo con mi negritud abiertamente, pero no es por algún rechazo inefable sistémico en contra de quien soy para silenciarme o para apelar a algo que no podría ser, sino porque no quisiera reducirme al andamiaje ilusorio seudo ancestral, que, desde los modos intransigentes de la academia, entendemos o redefinimos como lo que es ser negro, o en mi caso, lo que es ser una mujer negra.
No quisiera reducirme a aquello de ser negra, en un espacio tan industrial y nebuloso como la academia. No puedo en esta academia, –cuyas fronteras son por lo menos porosas–, que, con el permiso de muchos negros, sitúa a aquello de ser negra al margen.
En los meses de marzo y julio existen un puñado de congresos auspiciados por las becas institucionales estadounidenses y conferencias que repiten un vocabulario culto, para discutir complejos como la afro descendencia, que en su aspecto más natural trasciende el binario culto-inculto, desde diferentes campos de estudio amplios, que los otros diez meses del año ya ni siquiera nos obvian, sino nos hiper reconocen. El hiper reconocimiento de ser, en mi caso, tan negra, tan mujer, tan visible, tan destacada, tan cuerpo, tan caribe. El hiper reconocimiento que te devuelve al seno de tu piel, el que,te regala tres pesos la mirada antropológica para cubrir los gastos de la gasolina que quemaste para llevarla a la barra de malamuerte al lado de tu casa, que te obliga a asumir la mínima provocación que has de causar caminando y que te sitúa como una muñeca olvidada en el estante lleno de arañas bobas de la geografía que pensaba que entendíamos, como geografía “que se repite”.
Siendo una mujer negra supongo que, aparte de tener un espacio designado, tengo muchos deberes. Soy relativamente responsable y puedo admitir que no siempre cumplo. Lo pongo en la mesa porque en mi caso, el de una supuesta y justamente violentada, esto también justifica la supuesta violencia y ya en este juego de dominó hay un tranque y toca virarnos, contar bien los puntitos negros en las fichas blancas sobre la mesa marrón, sumar y después señalar a los ganadores.
Debería vestirme orgullosamente con telas africanas llenas de diseños complejos y coloridos que no guardan ninguna significación para mi propio origen afro y popular y debería rechazar el uso de las uñas largas de mentira, elaboradas con los diseños coloridos y las piedritas fulgorosas que me diseñan las negras y las mulatas en un salón bastante recorrido de Santurce, Rio Piedras o Carolina, como las manicuras que veía cuando niña usar a mis tías.
Debería rechazar con vehemencia el dubi, el llamado blower o secadora, la plancha de pelo para demostrar que genuinamente me acepto y acepto como acción política todo lo que la sociedad ha definido como perteneciente a la afro descendencia y digno del rechazo en los procesos de contrataciones del Estado, aunque el olor tan particular de hierro caliente y hebra-quemá, es lo que más recuerdo de cualquier domingo de mi niñez; el de ramos, el de pascuas, domingo crucificado, el del bautismo de Javi, el domingo cualquiera veraniego, el de las veces que iba a la Iglesia y el de todos los domingos de sarayeye y limpieza.
Debería hablar casi única y solamente sobre mis experiencias como negra y nunca de forma personal, sino como si fuera una de las tantas negras que hablan, entonces por naturaleza de todas las experiencias que son muchas, pero debería ignorar los matices para cuadrar. Hablar luego saber, hablar luego existir, en vez de saber algo específico luego hablar, o incluso combinar todo lo que podrían significar los verbos existir y saber, ya que hay saberes que solo existen gracias a ciertas existencias precisas. Hay saberes del caño y hay saberes de las copas de la arboleda. Pero los saberes que debería expresar deberían cuadrar donde no se ven ni hojas en los árboles porque no hay ni raíces, donde no cae lluvia porque hay que tapar el cielo a todo cojón. Pero no siempre cumplo con mis deberes entonces debería ser una negra que no represente a nadie, aunque debería representar a todas, pero como no lo hace será aquella negra de aquellas negras que no son amigas de nadie. Debería abandonar las lecturas de Borges y Cortázar porque debería acostarme en el mueble de la sala agarrar con ambas manos la portada y la contraportada de sus obras y rechazar cualquier chispa de gozo, admiración o intriga hasta encontrar mi cuerpo en la prosa ajena, el que pensaba que se había acostado en el mueble de la sala para leer.
Debería estar agradecida por tener lo que tengo en cuanto al inicio de mi carrera. Específicamente tengo una carrera con unas entrevistas radiales y escritas donde la pregunta sigue apareciendo: Explícanos el proceso de escribir como negra, como si escribiera con mi piel y no con el tesauro de las cicatrices que guarda por haberse tropezado con grietas y fango, y no con las huellas de los dedos ajenos que la han acariciado unos con puro engaño y otros con puro amor, y no con los secretos que ha guardado para sobrevivir tres regímenes, dos que me dieron mi lenguaje; y el de mi casa que me echaba jabón en la lengua por usar mal el lenguaje.
Debería rechazar al jayuyano jincho que corría bicicleta en su casco urbano, me pasó por el lado yo estando en su tierra y me dijo que le gusta mi color de piel, pero debería agradecer al negro que llegó a apoyarme, solamente porque soy negra como él. Aunque el cuerpo para cualquiera seria tremendo mérito, en mi caso no es el único que tengo.
Pero por ahí voy. Debería tener cuidado precisamente con el cuerpo meritado, la tesis, no sobar demasiado suave ni besar demasiado lento porque aparte de ser negra y aparte de ser negra que jamaquea con su negritud porque no se quiere reducir a ella, soy una negra que hizo las paces furtivas con el bailoteo en la caminata, el coqueteo en la mirada y el vivir acompañado por un cuerpo que uno, que otro y una que otra ha querido explorar en un viaje (de ida solamente) a la semilla. Debería denunciar, aunque pensaba que el discurso feminista existía para que pudiera rechazar, aceptar y hasta invitar a mi manera.
“Tremenda mulatona” en un mundo caribeño de mulaticas. Aún no tengo nombre. Andaba por la calzada Diez de Octubre con mi tía, recorriendo Santos Suárez en busca de una pieza para la licuadora. Alta mañana. Navidad es en dos días. Me lo dijeron varios hombres negros y varios hombres blancos marcando el supuesto espacio racial entre todos nosotros. Se me había olvidado de que en Cuba solo soy una mulata. Me recordaron que solo tengo nombre en mi casa y ahora en la portada de mi primera novela. Antes no tenía ni eso. Caminaba con mi tíaabuela, una rubia que por cierto tampoco tendrá nombre para los fines de este recordatorio, y le dijeron “regálame esa negrita está bien hecha”. Tenía 6 años. Entendí “regalada”. Mi tía entendió “negrita”. Los caballeros sentados encima de cajas de leche tomando frías y chocándose las manos, entendieron “negrita por lo tanto regalada”.
La negritud no requería un viaje a la semilla, o una reafirmación fantasmagórica. No requería un dashiki, telas de quizás Nigeria, quizás de Ghana, porque ya era un hecho. Era negra antes que Dorothy. Mi color antes que mi género. Pertenecía a una raza codificada, antes de pertenecer a la acera desnivelada y reconquistada por grama y hierbas, donde me encontraba caminando con la mujer que me salvó de la muñequería arrabalera del momento con una bofetá y la otra con la insistencia en encontrar la pieza para la licuadora.
Pero aquí voy contradiciéndome, esta vez con la astuta conciencia de estar haciéndolo. Bueno creo que vivir es, en sí, una búsqueda constante de seguir contradiciéndose. A veces prefiero ser negra antes que académica. Una es negra por experiencia, pero igual una es académica también por experiencia. Solo que, en el colmadito dominicano que frecuento en Puerto Nuevo, cuando me dicen que para aquella receta que llevo en la mente es mejor la pasta de tomate, que la salsa, me dicen more.
Y pues mi tíaabuela quien sabe la diferencia entre una hoja de plátano y la de un árbol de guineo, todos los beneficios de la salvadera y la artemisa. Me lo explica una y otra vez, mientras me acaricia el muslo o me agarra el brazo para asegurarse de que la atiendo. Me dice negri. Y es durante la alta mañana cuando recorro Lawton en busca de repollo a mejor precio que 600 CUP, cualquier transeúnte me dice mulatona. Me dicen more, negra y mulata desde el impulso cultural popular de un Caribe mal llamado lento. El mismo impulso que nos lleva de la bodega donde venden sardinas enlatadas y poquitas cosas más que llegaron de Miami hasta la residencia humilde al otro lado de la calzada del que arregla licuadoras. El mismo impulso que nos lleva del colmado, cuyos estantes viejos de hierro llenos de miel de abeja, melaza y habichuelas, vibran al ritmo del perico ripiao a la terraza bien minuciosa y llena de tiestos de espantamuerto, de la vecina con quien coincidimos en el colmado que nos invitó a tomar una de las presidentes frías que compró en el negocio.
Me gusta ser mía, pero también del otro, del otro sin título, de su mirada alífera, de su saludo tosco, de su observación impetuosa, de su manoteo caprichoso, de su acercamiento inesperado, de su cotidianidad tan habitual como un buche de café término oscuro, cuya metodología es la mera existencia, sin ánimo real de imponer una efímera re-existencia, como lo que hace el discurso universitario que remueve la jactancia de la multiplicidad del sujeto, su fluyo como agua, su estancamiento ostentoso como mangle.
Me gusta ser académica, pero no antes de ser negra tampoco después. Es que me gusta ser académica porque es un adjetivo que me complica el movimiento. Me hace ver la poesía en los saberes de mi tía abuela que, acompañada por la caneca de ron que no le falla y yo con el cristal grueso que no me deja sacar de su casa, me permite ver el ensayo en el apuro para arreglar una licuadora que se estrenó por primera vez en los años 80 cuando la Cuba fuera de Cuba era la de muchos como Mirta de Perales. Una Cuba que le daba al mundo de Miami la sensación de que el cubano curre por aquí y curre por allá. Me permite ver otras perspectivas y honrarlas en la mesa de debate en las góndolas polvorientas del colmado bachatero y en la conferencia magistral de la terraza verdosa de la vecina.
Me gusta ser negra y me gusta ser académica, pero a mí no me gusta ser negra académica. No me gusta que me juntemos esos dos adjetivos ansiosamente como para trazar un camino fantástico, con las ganas de marcar algún principio y otro fin. Establecer cuál es mi espacio según los parámetros de las becas, y también según nuestras propias propuestas hechas en word y Excel, por teléfono y por mensaje; y con esperanza del reconocimiento codificado.
El conjunto negra académica conlleva condiciones infrahumanas, como la de ser una diosa en un mundo donde entienden los dioses como entidades perfectas y nunca la Ochún que se enamoró del incorrecto; o la Oyá que luchó guerras que no eran suyas, como la de ser la negra correcta que rechaza con paranoia cualquier enunciado que podría interpretarse como enajenado de la ideológica realidad negra o del mayor bien inventado del negro perfecto, el negro pobre, el negro pobre rabioso, el negro pobre rabioso que se identifica como negro primero como lo hace la sociedad racista, el negro pobre rabioso que se identifica como negro primero como lo hace la sociedad racista. Aunque su insistencia en su negritud la entendemos como cimarronaje, la reafirmación de una identidad que asegura tradicionalmente la marginación social, económica y política.
A mí no me gusta ser negra académica porque la unión de esas palabras me sitúa entre la espada de las instituciones y la pared de las comunidades a las que la academia pretende entender sin que realmente le importe entender su mirada, sino su manera de mirar. La academia tiene la mala maña de solo mirar, pero casi nunca ve.
Durante la pandemia no vivía con servicio de wifi. Apenas podía costear una caja de pollo y paquetito de arroz. Viví con el servicio prepagado de T-Mobile, un móvil con la pantalla rota. A veces la señal era muy débil para conectarme a participar de mis clases como los demás. Vivía entre cajas. Solo tenía mi cama y una mesa que tenía una de las patas sueltas. Una profesora me regañó por no prender la cámara. Ella siendo egresada de escuela pública, orgullosamente de clase obrera, pero supongo que, habiendo cursado su doctorado en Estados Unidos, quizás se le fue la comprensión a propósito, como un rito necesario para la entrada a la academia.
Llevamos meses en uno de los cursos que diseñé para este semestre discutiendo los conflictos entre la República Dominicana y Haití. Una de mis estudiantes tuvo que viajar para atender a sus padres que viven en la zona fronteriza de la República Dominicana y Haití. Las pandillas y los militares habían causado tanto estrés que les cortaron la corriente y no pudo terminar a tiempo su ensayo. No me imagino no haberle dado una extensión. Me sería muy innatural, aunque la tentación de formar a una estudiante que atienda bien las fechas de entrega porque existen revistas, convocatorias y matrículas que no les importan las guerras, que no les importa la pobreza, no les importa la pésima infraestructura caribeña de la mayoría, que no pisan el terreno de la universidad, sí estaba en mi mente porque así me formaron a mí. Pero mantengo los pies en la acera de Barrio Obrero en busca de un buen caldo, en los hoyos entre casa. Cuando se nos iba la corriente, la vecina, quien tenía para esos tiempos una planta eléctrica que dejaba al lado de la marquesina, me tiraba la extensión de cable de su patio hasta mi balcón. Ella es egresada de una yola rodeada por tiburones. Agradecimiento para la vecina. Compasión para la estudiante. Pero ojo, comprensión para la profesora.
Negra académica me suena a negra, pero linda, pero quizás de la boca de otra negra o de una blanca de izquierda que vive ferozmente del miedo de equivocarse con las poblaciones históricamente marginadas. Mujer que llama a otra fina con resentimiento. “A esa, que por cierto es negra, a esa que sigue siendo negra, a esa negra que no sabe separarse del pueblo cruel donde trabajan sus tíos tirando brea, sus tías que atienden las máquinas de lavar en una lavandería y a esa que aún baila caminando en busca de un buen caldo de gallina en Barrio Obrero, baila por los “blanquitos”. A esa negra, que por cierto sigue siendo negra, a esa negra alguien la querrá porque al fin y al cabo es académica”, siendo esto no garantizado nunca porque en la academia la querencia, el deseo, la admiración, sufren de una censura regulada por el miedo irrazonable al qué dirán y la angustia innecesaria por el qué ganaré.
Irrazonable porque ya dijeron todo innecesario porque lo que ganaste, lo podrías haber ganado aun y más sin haber pasado el trabajo arduo de disfrazarte.
Pero ya he hablado de los supuestos disfraces, sin haber tomado en cuenta que todo tipo de ropa y expresión visual podrían entenderse como un tipo de disfraz hasta cierto punto, incluyendo mi propia exhibición decisiva, la que he traído a este mundo que llamamos academia. Creo que es un contra-difraz. El contra-disfraz del decenio de afrodescendientes de la ONU y el contra-disfraz de la academia en general. El contra-disfraz muestra lo que no se supone en nombre de la libertad. El disfraz que entendemos a la par como entendemos “máscara” solo mencionará de paso dicha libertad en un texto que leen los otros enmascarados. El mejor ejemplo que he pensado es como cuando una mujer de experiencia trans usa un vestido y la mujer, que también usa vestidos, le dice que es un disfraz, siendo el vestido lo mismo para ambas, tela precisada que afirma la identidad de género de ambas, el proceso de asumirse como mujer para ambas aun cuando la mujer insiste en que la mujer trans sea hombre disfrazado de mujer.
Sin importar los argumentos y los discursos de género, el vestido tiene el mismo propósito para ambas. Al fin y al cabo, todos queremos ser y estar, pero la llegada se distingue. No quisiera ser una académica negra, porque en efecto, ya quisiera que no existiera semejante categoría, pero, al fin y al cabo, lo soy. Solo que mi llegada, muchas veces considerada problemática, apalabra, a veces sin enunciar ni una sola palabra, las problemáticas que nos mantienen anclados a una modernidad autoritaria que no podría resolver los conflictos que atribuimos a la actualidad que violenta.