
Escapar de esa mirada masculina teniendo un espacio propio de creación, entendernos mirándonos hacia adentro, narrar las realidades desde otra óptica, contar lo que pasaba sin necesidad de la épica. Ocupar un espacio que no se nos concedía. Reclamarlo. Sentirlo propio. Para las mujeres escribir se convertía, independientemente del contenido, en un acto feminista en sí mismo.
Si me dieran la oportunidad de crear algo que no existe sería, sin duda, el diario de mi bisabuela. En formato libreta, de tamaño pequeño, con sus pensamientos y vivencias escritos a mano. No porque se haya destruido o perdido y quisiese recuperarlo, sino porque es imposible que existiera porque era analfabeta, y porque escribir era una actividad reservada a hombres y clases pudientes –sobre todo hombres de clases pudientes–. Me gustaría poder pasar sus páginas y tener la oportunidad de alongarme un momento en su vida, saber a qué hora se levantaba, qué hacía de comer, con quién se enfadaba, qué cabra había parido, cómo se había dado la pesca ese día. Qué pensaba cuando encontraba, si encontraba, un momento para estar a solas y escucharse. Me gustaría saber qué hubiera escrito de haber podido escribir.
Si acaso lo más parecido que podría encontrar, porque es lo primero que se conoce escrito por una mujer en Canarias, sería algo de María Joaquina Viera y Clavijo. Seguramente tuviera un pequeño diario o cuaderno donde iba anotando sus cosas. Pero claro, siendo hermana de José Viera y Clavijo, y habiendo tenido acceso a los espacios intelectuales de la época, poca similitud habría entre el diario de ella y el de mi bisabuela. Podrían coincidir en el patriotismo que les inculcaban, en los sentimientos religiosos que atravesaban las vidas de todas las mujeres con el miedo y las costumbres, y quizá las dos tuvieran un gran sentido del humor. Probablemente compartirían pensamientos, dudas, inquietudes y preocupaciones, sus experiencias femeninas como mujeres canarias tendrían rasgos comunes. Contarían cómo eran los bailes de taifas, sabrían describir por qué notaban aguado el potaje de berros de ese día, y hablarían del mar y de los eucaliptos. Pero me cuesta imaginarme a mi bisabuela expresándose igual que una mujer que tuvo acceso a una educación, que pudo vivir soltera y dedicarse al arte.
El pasado de las mujeres canarias sigue manteniendo algunos interrogantes a día de hoy, porque todo lo que nos ha llegado es gracias a la tradición oral y lo que los hombres han considerado oportuno dejar por escrito tras haberlo pasado por el filtro de su mirada masculina. Desde María Joaquina hasta la actualidad el número de mujeres escritoras en las islas ha ido aumentando exponencialmente, pero siempre ha sido una actividad reservada para aquellas que tenían acceso a una educación, aunque fuera básica, y, sobre todo, tiempo para escribir. Esto nos priva de conocer la realidad de todas aquellas mujeres que han sido claves en el desarrollo de la sociedad canaria hasta, por lo menos, mediados del siglo XX, contada por ellas mismas. Aquellas que se levantaban temprano para ordeñar las cabras, las que no tenían zapatos, las que preparaban el conduto para alimentar a los hermanos chicos, las que salían a vender sardinas con el balde en la cabeza. No sabemos cómo se sentían las mujeres que cuidaron y sostuvieron a su familia y sus pueblos durante siglos de historia de Canarias. Qué pensaban. Qué sentían. Qué hubieran estudiado de haber podido. Qué hubieran hecho de haber tenido tiempo libre.
Si anhelo ese diario de mi bisabuela es porque, aunque hubiera sabido escribir, tengo la certeza de que eso habría quedado reservado para el espacio privado, para la intimidad, para lo propio. No se le hubiera permitido ocupar un lugar público, ser leída por la sociedad, formar parte del discurso, o incluso transformarlo. Mi bisabuela, desde su pueblo costero, solo habría tenido un cuadernito propio en el que echarlo todo pafuera al final del día. Contar lo agotada que estaba y lo que le dolían las manos de limpiar el pescado. Porque a ella, además de ser mujer, le atravesaba la pobreza. Y la historia, además de los hombres, solo nos la han contado las mujeres que tenían toda una habitación para ellas solas. Escribir era, también, un privilegio.
Escapar de esa mirada masculina teniendo un espacio propio de creación, entendernos mirándonos hacia adentro, narrar las realidades desde otra óptica, contar lo que pasaba sin necesidad de la épica. Ocupar un espacio que no se nos concedía. Reclamarlo. Sentirlo propio. Para las mujeres escribir se convertía, independientemente del contenido, en un acto feminista en sí mismo. Pero fue que las mujeres se alfabetizaran, todas, sin dejar a ninguna atrás, que tuvieran tiempo, espacio y herramientas, lo que nos permitió cambiar la historia de la literatura contando la nuestra. Ahora nos queda a nosotras seguir buscando esos espacios de los que apropiarnos, encontrar resquicios en internet, crear blogs, enviar newsletters, participar en revistas. Seguir escribiendo y contándolo todo, contándonoslo todo. Pero, sobre todo, haciéndolo público. Nos queda asumir la responsabilidad de no dejar a ninguna niña en el futuro sin un diario de su bisabuela que leer.