Así, Juana llegó hasta mí como una especie de leyenda, casi como un ser mitológico o una diosa, pero sin duda me hubiese gustado saber (y aprender) mucho más sobre sus avatares de vida. Casi con toda seguridad no seré capaz de encontrar más información de la que ya tengo, porque los viejos se van muriendo, y con ellos el mundo que vivieron.
Juana González, la Sapiona, abuela de mi bisabuelo materno, vivió en Güímar en algún momento del siglo XIX. Tuvo dos hijas, una del matrimonio y otra «de estraperlo», según las palabras de mi tía abuela, Caridad Fariña, que vuelven a traer a la Sapiona a la memoria de los vivos. El nombrete se lo ganó a pulso, pues por lo visto era una mujer muy inteligente y que «no se dejaba pisar por nadie». Desgraciadamente, poco más queda en el recuerdo sobre esta figura que debió de haber sido todo un torbellino para la sociedad canaria del momento. «Antes» las cosas no se contaban, sobre todo las cosas de las mujeres, y sobre todo las cosas de las mujeres que «sabían demasiado». Así, Juana llegó hasta mí como una especie de leyenda, casi como un ser mitológico o una diosa, pero sin duda me hubiese gustado saber (y aprender) mucho más sobre sus avatares de vida. Casi con toda seguridad no seré capaz de encontrar más información de la que ya tengo, porque los viejos se van muriendo, y con ellos el mundo que vivieron.
Mi tatarabuela materna, Rafaela de León, güimarera también, cocinaba para el obispo Domingo Pérez Cáceres («el obispo de los pobres», como también era conocido por sus muchas obras de bondad y caridad cristiana). Desde pequeña oí las historias de cómo el obispo no quería otra cocinera que no fuera mi bisabuela y de cómo sus guisos, en especial los ya perdidos huevos moles, eran capaces de alegrar el alma de cualquiera y eran los favoritos de don Domingo. Seguramente algunas de sus recetas pasaron a mi bisabuela, quién sabe, a lo mejor otras quedaron escondidas y sólo disponibles para la iglesia. El arte de cocinar, y cocinar bien, que tantas manos femeninas han aprendido y desarrollado en silencio durante siglos, ese arte, indispensable para nuestra supervivencia y preferible para nuestro paladar, que se ha dado siempre por sentado, que se ha infravalorado como el resto de labores domésticas y que, muchas veces, sólo hemos empezado a admirar cuando nos ha tocado a nosotros mismos encargarnos de ello.
Mi bisabuela materna, Ma María o mamá María Fariña, otra güimarera, era una mujer pequeña de estatura pero de gran corazón, bastante risueña y un poco despistada, que dejó su Güímar natal para trasladarse a Santa Cruz con su familia en aras de mejores condiciones de salud y de trabajo. No sabía leer ni escribir, pero era una maestra jugando a las cartas, cosa que le encantaba y, por lo visto, «era una tea con los números» y no había quién la engañara.
Mi abuela materna, Rafaela Fariña, güimarera de familia y nacimiento y chicharrera de adopción, fue una mujer extraordinaria a la que agradezco muchas enseñanzas, teóricas (operaciones matemáticas), prácticas (lo poco que sé coser, cortar con un cuchillo…) y de vida (ser independiente, estudiar para tener una vida mejor -que la que ella tuvo-). He escrito mucho sobre ella, porque todas las palabras parecen no bastar para describir cuán excepcional era, qué maravillosa persona en casi cualquier ámbito de su existencia. Fue sastre (cortaba y cosía ropa de hombre en la primera mitad del siglo XX) a la luz de una vela. Aprendió a conducir ya de mayor, era una cocinera excelente, como todas las abuelas, y no en vano ella era nieta de la cocinera del obispo; aprendió a usar el taladro, el martillo y otros menesteres «de hombres», y casi cualquier cosa que se le pusiera por delante; no había empresa imposible para aquella mujer de piel aceitunada siempre muy elegante y cuidadosa. Las cosas que mi abuela hacía, duraban porque las hacía con amor. Las cosas que la gente antes hacía, duraban porque las hacían a conciencia, con detenimiento, con esmero… Siempre he pensado en mi abuela como un talento desperdiciado; por ser mujer le tocó cuidar hijas y marido en lugar de estudiar, y por ser pobre le tocó luchar por la supervivencia en lugar de desarrollar sus cualidades artísticas.
Mi madre, María del Carmen Montserrat Marichal (si no le pongo los tres nombres se enfada conmigo), chicharrera, es una mujer coraje que se ha ido haciendo a sí misma a golpe de constancia. En aquellos años setenta se casó vestida de maga, con la bandera de las siete estrellas a la puerta de la iglesia de Taganana. Aprendió a conducir a pesar de las negativas de la sociedad y de su padre. Dejó su futuro profesional a un lado (¡como tantas!) para hacerse cargo de su familia. Se sacó el graduado escolar y el bachillerato ya de mayor, entrada en la cuarentena y con hijos, marido y casa a sus espaldas. Toda la vida ha estudiado inglés, su gran pasión. Su honestidad, generosidad, fidelidad y compromiso son incuestionables, así como su pasión por aprender…
Probablemente los genes de la Sapiona han «infectado» a todas estas mujeres ilustres de mi familia y han continuado su legado de curiosidad y conocimiento.
A todas esas mujeres silenciadas de nuestra Historia, a las madres sacrificadas, a las esposas, a las pioneras, a las revolucionarias, a las campesinas, a las ganaderas, a las artistas, a las escritoras… a todas las mujeres que vivieron y no dejaron huella en los periódicos ni en las grandes gestas, aunque las hicieran, las idearan, contribuyeran o, incluso, las llevaran a cabo: ¡gracias!