
“Siempre existe la tentación de responder a la violencia con más violencia…
El optimismo imprudente y la desesperación son dos caras de la misma moneda”.
(Richard J. Bernstein, 2013)
Pregunto a mi heterónimo Pablo Utray en qué consiste la violencia, dado que escribió que el terrorismo es un instrumento de dominación que se generaliza como guerra, el constituyente más determinante de lo social. Me contesta: “Dadas las fechas de cambio de año en las que estamos, en vez de responderte de forma apresurada prefiero remitirte a un texto ya publicado, que he resumido y rehecho. Lo que planteo es que, en efecto, la violencia tiene dos formas superiores, la violencia terrorista y la violencia guerrera, que se derivan de lo que es la violencia belicista en la actualidad de las sociedades contemporáneas: la matriz de todo mal social. Por eso nuestras sociedades, determinadas por la violencia y convertidas en sociedades bélicas, tienen como principal problema contener la violencia belicista y reconstruirse como sociedades justas”. Así resumió Utray algunos fragmentos del texto “De las sociedades bélicas a las sociedades justas”, capítulo de cierre del libro colectivo Paz para la paz. Prolegómenos de una filosofía contemporánea sobre la guerra (2014), publicado con Pablo Ródenas. Y así lo transcribo.
I
Los males sociales conforman lo que se llaman injusticia y las injusticias son el resultado del ejercicio de la violencia de unos seres humanos contra otros (o contra todos, incluidos ellos mismos, como ocurre en el caso de la emergencia climática). En cierta ocasión José Luis López Aranguren escribió: “En la violencia estamos, se está. Homo homini lupis, el hombre es lobo para el hombre, lo que no es el lobo para el lobo. El verdadero problema es pues el de salir de esa violencia de todos contra todos”. Nada más cierto. La violencia belicista corroe a las sociedades del siglo XXI, pero no es una condena o un misterio que por mandato divino o determinación natural tengamos que aceptar a ciegas, sin poder dilucidar su naturaleza y sin poder tratar de contenerla y mantenerla a raya desde la cultura de la no-violencia.
La primera tarea que se plantea para entender la violencia es la de sortear una serie habitual de falacias argumentales que se convierten en auténticos obstáculos para su comprensión e interpretación. Estas falacias son consecuencia, a su vez, de una cierta adicción al autoengaño alienado: las argumentaciones incurren una y otra vez en reduccionismos explicativos unidimensionales del belicismo. Y son muy comunes las falacias de tipo tecnológico, económico, biológico y moral, reduccionistas cada una de ellas y de las que hay que apartarse puesto que tratan de comprender la violencia desde una causalidad simplista, cualquiera de ellas, falseadoras e inoperantes.
Para evitarlas, lo primero que hay que tener en cuenta es la necesidad de distinguir con toda nitidez entre agresividad y violencia. Se ha dicho que “el ser humano es agresivo por naturaleza, pero pacífico o violento por cultura” (Javier Sanmartín). En efecto, la agresividad es necesaria para sobrevivir en los entornos naturales cuando hay peligro, mientras que la violencia es el resultado de la cultura, concebida en sentido antropológico (‘cultura de la violencia’ habría que llamarla en sentido sociológico, e ‘incultura’ en sentido poli(é)tico). La cultura es necesaria para vivir y, como consciencia cognoscitiva y conciencia moral en la interacción social, puede inhibir o desinhibir la agresividad según necesidad, haciendo que los individuos y las sociedades puedan transformar su pulsión de supervivencia (a veces mal llamada “instinto”) en un variado repertorio de acciones, cuando la agresividad entre seres humanos resulta innecesaria e inconveniente para la convivencia. Pero se trata de acciones según libertad que pueden ser a favor de la integridad y la dignidad de individuos y sociedades, o contra ellas. En consecuencia, cuando decimos que la violencia es la matriz del mal social, es porque de forma implícita reconocemos que la cultura de la violencia es el marco del que se nutren las acciones contra la integridad y dignidad de las personas y comunidades, a las que se opone la cultura de la no-violencia.
II
Estamos ya en condiciones de ofrecer una amplia definición general. Así, la violencia consiste en aquellas acciones (o amenaza de acciones) y omisiones (o amenaza de omisiones) que tienden (intencionalmente o no) a causar ofensa y daño a otros seres humanos en sus entornos, ofensa y daño del que son responsables (directos o indirectos) los agentes mismos de esas acciones, omisiones y amenazas. La violencia, salvo excepciones, es un instrumento de dominio y un poder de dominación, siendo su médula la voluntad de desempoderar mediante la coerción. A partir de esta vasta consideración se hace preciso introducir una distinción conceptual entre dos tipos diferenciados de violencia, una socio-política (o biopoli(é)tica) y otra ético-política (o iuspoli(é)tica).
1) La distinción biopoli(é)tica procura distinguir las violencias directas e indirectas, entendidas de forma analítica. La violencia directa viene a ser la acción de ofender y dañar física, psíquica y socialmente a través del uso inmediato de la fuerza. La violencia indirecta hay que concebirla a su vez como violencia mediata de dos tipos, estructural o ideológico.
Así, la violencia estructural se refiere, por una parte, a la realización de determinadas acciones institucionales que forman parte de algunos poderes individuales y societales que producen injusticia social, además de inducir en ocasiones al ejercicio de la violencia directa.
Y por otra parte, la violencia ideológica remite a todas aquellas acciones discursivas que sirven para seudojustificar el ejercicio de la violencia directa y de la violencia estructural, así como para inhibir o desacreditar las legítimas contra-respuestas discursivas o realizativas de quienes las sufren (añadiré que, sin desarrollarlo más, formas de la violencia ideológica son la violencia creencial, la violencia argumental y la violencia informativa). ¡Ojo creyentes, argumentadores, informadores y público en general, que en la violencia ideológica estamos sin casi darnos cuenta!
Planteadas así las cosas, no cabe duda alguna de que estas violencias normalizadas (esto es, de carácter ordinario, ofensivo e ilimitado) son inaceptables desde el punto de vista poli(é)tico y resultan siempre ilegítimas.
2) La distinción iuspoli(é)tica diferencia a su vez entre esas violencias normalizadas e ilegítimas y la violencia excepcional y legítima. Porque no se debe ignorar —de manera ilusoria e irresponsable— que a veces para sobrevivir o ayudar a sobrevivir se hace necesario transformar la agresividad en violencia de último recurso. Entonces, si la violencia ilegítima debe y puede ser entendida como la acción de ofensa y daño instrumental de la vida digna de los individuos/personas, entonces cabe la posibilidad de que se ejerza una violencia legítima opuesta a la anterior, una violencia cuya legitimidad radique en lo contrario, en una posible acción de respeto y defensa no instrumental de esas vidas dignas cuando son puestas en peligro de sucumbir. Este es precisamente el caso de la resistencia contra el terrorismo y las guerras.
Por tanto, la violencia legítima resulta ser una forma iuspoli(é)tica de violencia excepcional como un instrumento de resistencia y un poder de emancipación, puesto que supone un uso de carácter extraordinario, defensivo y limitado de la violencia que tiene voluntad de empoderar mediante la liberación. Se opone de este modo paradójico y preciso a la violencia como instrumento de dominio y como poder de dominación en sus formas directa, estructural e ideológica de violencia normalizada (que se ejerce siempre de manera ordinaria, ofensiva e ilimitada, como quedó dicho con anterioridad).
III
Agregaré que al proponer esta redefinición de la violencia, aplicable en diferentes escalas de extensión y de intensidad (como a continuación veremos), se puede formular la que he denominado ecuación histórico-moral (o sociopoli(é)tica) de la violencia, junto a sus dos principios poli(é)ticos.
La ecuación sociopoli(é)tica de la violencia se puede expresar así: el ejercicio de la violencia es inversamente proporcional al respeto efectivo de los derechos humanos, y viceversa, el respeto efectivo de los derechos humanos es inversamente proporcional al ejercicio de la violencia.
Y, como tal, esta ecuación de la violencia es la resultante de los que llamo principios poli(é)ticos de la violencia. El principio biopoli(é)tico de la violencia plantea que la violencia sigue teniendo un creciente valor social, económico y cultural como poder de dominación en el presente histórico de la humanidad. Mientras que el principio iuspoli(é)tico de la violencia nos dice que la violencia está teniendo un decreciente valor moral y jurídico como poder de dominación en la historia de los seres humanos, aunque sea un decrecimiento arduo y no lineal (favorable a los poderes de emancipación culturalmente no-violentos).
Todo ello se deja resumir en la afirmación de Eric Hobsbawm (en 1994) de que “después de unos 150 años de declive secular, la barbarie ha ido en aumento durante la mayor parte del siglo XX, y no hay ninguna señal de que haya terminado”. Y así es, en efecto. Porque la barbarie, sostenida desde el principio biopoli(é)tico de la violencia, continúa su desbocado cabalgar, de modo que en la contradicción entre el desarrollo contrapuesto de estos dos principios se encierra la posibilidad de comprender el actual bienestar y malestar humano, sus avances y retrocesos históricos.
Pues no hay forma alguna de compatibilizar el principio biopoli(é)tico de la violencia, que es la síntesis explicativa de su ejercicio cada vez más desinhibido desde las culturas de la violencia de nuestro tiempo, con el principio iuspoli(é)tico de la violencia, que es la síntesis prescriptiva que prohíbe su ejercicio desde las culturas de la no-violencia. Porque ambas culturas se oponen frontalmente en la actualidad, sin posibilidad alguna de transacción de la segunda con respecto a la primera y viceversa. Lo constatamos en la actualidad en las guerras terroristas en curso en Europa y Oriente Medio.
IV
Si después de esta redefinición de la violencia me centro, para terminar, en la idea del belicismo tal como aparece contenida en la expresión básica “violencia belicista”, lo primero a señalar es que hay que diferenciar el belicismo del militarismo, que no son ni sinónimos ni antónimos. El militarismo es, por definición, el desbordamiento de lo militar mismo por el resto de esferas de lo social, que resultan contaminadas. Es el proceso que caracteriza a todas las dictaduras castrenses. El belicismo, en cambio, es mucho más amplio.
A mi juicio, el término belicismo alude tanto a la violencia en acto como a la amenaza de violencia, y en el presente debe tener un uso mucho más extenso y abarcador que el recogido en el lenguaje ordinario y en los diccionarios, que lo entienden como la simple tendencia a tomar parte en conflictos armados. Por el contrario, dado que la guerra se ha trasladado a todos los escenarios, parece preferible comprender el belicismo como una compleja tendencia a tomar parte en toda clase de conflictos humanos, mediante lo que llamo el doble proceso de generalización extensiva de la violencia.
En nuestro tiempo, se puede observar, primero, cómo la violencia se transmuta en guerra, y luego, cómo la guerra desde su propio ámbito es transferida a todos los restantes ámbitos de la vida, ámbitos como las naciones y los estados, las economías y las tecnologías, los géneros y las clases, las culturas y las religiones, etcétera. Sus consecuencias, una cosecha de frutos envenenados, a veces convertidos incluso en espectáculo (de ofensas, acosos, agresiones, daños, torturas, dolores, sufrimiento, miedo, terror, muerte) que se extiende a lo largo y ancho de las relaciones entre los seres humanos. He ahí lo que significa en la práctica la violencia como matriz generadora del mal social, mal que lisa y llanamente no es otra cosa que lo injusto ubicuamente situado. La cuestión, entonces, es desenmascarar las culturas de la violencia en las que pastamos irresponsablemente desde culturas de la no-violencia conscientemente construidas.