Lo confirmo: soy uno de los subnormales. Me siento plenamente aludido por el insulto que nos dedicó Tom Smulders a los críticos del turismo. Smulders, expresidente de la patronal extrahotelera (AEAT), llamó subnormales a quienes rechazamos la política de tierra quemada que viene practicando en Canarias un negocio turístico desquiciado y plañidero, que tanto ha llenado los bolsillos de “empresarios” como el propio Smulders. Sí, me sumo al número creciente de subnormales que denuncia a una industria turística depredadora, ajena a todo límite razonable, que se embolsa año sí y año también beneficios multimillonarios a costa de esquilmar a la sociedad, y acumula récord tras récord de llegadas mientras la población encadena récord tras récord de pobreza y precariedad.
No contentos con expulsarnos de los sures, que han convertido en un pastiche hortera a su imagen y semejanza, nuestros insaciables señores del turismo pretenden ahora que se abran a la explotación turística también los barrios y calles donde vivimos, que se normalice la compra de pisos y edificios completos para dedicarlos al alquiler vacacional. Las consecuencias las conocemos bien: alquileres de larga duración escasos o inasumibles para el común de los mortales, proliferación de pisos turísticos con la consiguiente erosión de la convivencia, aumento de precios generalizado, gentrificación, deterioro del tejido social, escalada de precios inmobiliarios, expulsión paulatina de los habitantes locales y, en definitiva, pérdida del control sobre el territorio, que pasa a ser propiedad de foráneos. Es así como terminas siendo extranjero en tu país, mientras ellos lo manejan a su antojo. Personajes como Smulders se frotan las manos.
Y, sin embargo, la vivienda vacacional parecía en principio una buena idea. Una forma de que los pequeños ahorradores canarios tuvieran acceso directo a una parte de los beneficios turísticos, abriendo así una vía a la redistribución de las rentas de la que es hoy casi la única industria de Canarias. Pero para eso hacía falta una propuesta meditada, acompañada de medidas correctoras y limitaciones que evitaran el descontrol que tenemos ahora: la vivienda vacacional como obstáculo para ejercer un derecho tan básico como el acceso a la vivienda. Las administraciones públicas de Canarias siempre tan diligentes con los intereses de la cosa turística, y tan olvidadizas con las necesidades de su ciudadanía.
“¿Medidas correctoras y limitaciones? ¡Eso es intervenir el mercado!”, contestarán las lumbreras como Smulders a los pobres subnormales. Pero fíjense nuestras simpáticas lumbreras en que no tienen sino que mirar a su Europa liberal, que tanto idolatran, para encontrarse con ejemplos de intervención en el mercado inmobiliario e incluso empresarial para que la cosa no se desmande o termine bajo control foráneo. Casualmente es Holanda, país de origen de nuestro estimado Tom Smulders, donde más vivienda social hay en toda la UE, el 30% del total; le sigue Austria, donde el 25% de la vivienda es social. La media de la UE está en el 8.5%, pero Canarias, con una población empobrecida, está por debajo del 2%. En medios canarios abundan ahora los llamamientos a construir más vivienda social –y así de paso movilizar la otra pata del negocio turístico: la construcción–. Sonaría sensato si no fuera por las obvias limitaciones de espacio, el riesgo cierto de superpoblación, la capacidad de carga del territorio, y sobre todo porque en el Archipiélago hay actualmente más de 211.000 viviendas vacías, el 19% del total. Antes que construir más, hay que forzar la salida al mercado de esas viviendas desocupadas, con las que prácticamente se cubriría todo el déficit actual. ¿Cómo? Ya la ciudad de Bruselas obligó a propietarios a vender su casa por tenerla deshabitada 10 años, y en Valonia (Bélgica) los propietarios de viviendas vacías están empezando a recibir multas de entre 500 y 12.500 euros. No está mal para dinamizar el mercado. Otra posibilidad pasa por la expropiación. Si en Canarias se expropian terrenos con agilidad para construir carreteras, bien podría estudiarse la misma solución para afrontar la emergencia habitacional, bastante más urgente que la viaria.
Pero la clave del asunto está en lo que apunto de refilón arriba: el control del territorio, o más bien cómo no perderlo. En la UE ya existen disposiciones en vigor con ese objetivo. Es el caso en Dinamarca, donde los nacionales de otros estados UE puede comprar vivienda sólo si va a ser su residencia habitual, o en las islas finlandesas de Åland, seguramente el caso más interesante para Canarias y que dimos a conocer aquí en Tamaimos hace unos años. El gobierno de la región autónoma de Åland restringe las ventas inmobiliarias a foráneos –finlandeses continentales incluidos– condicionándolas a la concesión de un permiso de adquisición. Aun así, ese permiso, si se concede, sólo da derecho a comprar cierto tipo de vivienda en zonas delimitadas. Para comprar fuera de esas zonas, el comprador debe ostentar el “derecho de domicilio”, derecho del que disfrutan o bien los nacidos en Åland de al menos un progenitor con derecho de domicilio, o bien los foráneos de nacionalidad finlandesa que hayan residido en Åland al menos cinco años y demuestren un dominio suficiente del sueco. Según puede leerse en el sitio web oficial, las normas que rigen la adquisición de bienes inmobiliarios tienen por fin garantizar que la propiedad de la tierra permanezca en manos de la población del archipiélago. Además, el derecho de domicilio también es un prerrequisito para la participación electoral y para fundar una empresa.
Esta voluntad manifiesta de vincular la propiedad al arraigo para garantizarle a la población originaria el control del territorio es fundamental en el caso canario. Ahora que nos desplazan no ya de las zonas turísticas, sino de nuestros propios barrios y calles; ahora que por fin empieza a haber reacción y surgen movimientos vecinales contra la turistificación depredadora, resulta esencial que las exigencias ciudadanas partan de ese mismo concepto de arraigo ya vigente en otros lugares de la UE con características comparables a las de Canarias. Por un lado, tenemos que redirigir la vivienda vacacional como medio de acceder de forma directa a las rentas turísticas, pero regulándola como opción exclusiva para familias y pequeños ahorradores de Canarias, restringiendo el número de inmuebles por persona y vetando la compra y explotación a especuladores o inversores extranjeros. La actividad turística no va a desaparecer de la noche al día, lo mínimo es maniobrar para que los beneficios se distribuyan mucho más y mejor en la sociedad que los genera. Por otro lado, urge sustituir el concepto de residencia por el de arraigo. Si no, corremos el riesgo de que propuestas ciudadanas bienintencionadas provoquen injusticias como que cualquier foráneo sin arraigo pueda adquirir bienes inmuebles en Canarias tras un breve periodo de residencia, mientras que canarias y canarios nacidos y criados en las Islas, con vínculos afectivos, orígenes y lazos familiares en el Archipiélago, pero residentes legales en el exterior, se vean privados de ese mismo derecho. Estaríamos ante una discriminación inaceptable.
La vivienda no puede seguir siendo un bien de consumo o inversión cualquiera, sujeto a los caprichos de los mercados de capitales. El acceso habitacional es un derecho crucial sobre el que descansan muchos otros. Por eso, y para no perder el control sobre el propio territorio, hay países que limitan y regulan el acceso a su mercado inmobiliario. Las cifras alarmantes de empobrecimiento o el deterioro del tejido social mientras continúa la bacanal turística justifican ya de por sí acciones drásticas similares a las que describo. Pero, además, canarias y canarios también tenemos el mismo derecho a no ser extranjeros en nuestra propia tierra. Entre otras cosas, para sacarnos ya de arriba a tanto extranjero con aires que, tras enriquecerse a nuestra costa, todavía viene a insultar.