
“Tienen ojos, más no ven” (Salmos 115:5),
pues dicen que es genocidio y crímenes de guerra,
pero niegan que sea guerra.
Pregunto a mi heterónimo Pablo Utray en qué consisten a su juicio las guerras y por qué algunos negacionistas de derechas y de izquierdas no las quieran reconocer. Me contesta: “No sólo los conflictos más evidentes para los medios de comunicación de masas, por ejemplo, los que están afrontando ucranianos o palestinos en sus territorios, nos muestran lo que son actualmente las guerras. Es que las guerras, además, también se dan en otras esferas (en los ámbitos de las culturas, las religiones, las tecnologías, los cuerpos, las clases, los géneros, las etnias, las naciones, los mercados, los estados, la tierra, el cosmos…). Las guerras no son inhumanas sino demasiado humanas. Su crueldad nace del odio y difunden como una plaga la maldad humana. Junto al terrorismo, las guerras son el máximum de violencia imaginable, dado que implican la expansión, diseminación y generalización de la violencia belicista por todas las esferas de la sociedad y de la vida. De entrada, generan los mayores daños, sufrimientos y también muerte que los humanos podemos provocar, llegando incluso hasta el exterminio y el genocidio. No sólo producen terror y horror; también son el gran error de la humanidad, un crimen contra sí misma”. Así me responde Utray, no sin antes advertirme de que lleva toda la vida meditando al respecto y que su punto de vista pretende ir a la raíz poli(é)tica del complejo fenómeno de la guerra, sin que le importen los convencionalismos del pensamiento estándar. Y así lo transcribo.
I
Está dicho que cualquier voluntad democrática de empoderamiento puede ser distorsionada en su valorar, mediante la inducción de engaños, falacias y errores. Así puede ser doblegada en su devenir, mediante la acción conjunta de voluntades oligocráticas de dominación, siempre y cuando a estas les sea permitido hacerlo. El sumum de estas voluntades es convertirse en voluntades de guerra, voluntades de cancelación y aniquilamiento de personas y comunidades, voluntades para el mal social, dicho sea sin metafísica y por antonomasia.
Vivimos en un tiempo de guerras. Durante la incivil guerra española y poco antes de la llamada segunda guerra mundial, Simone Weil escribió con clarividencia: “Una vez que las autoridades temporales y espirituales han decidido que las vidas de ciertas personas carecen de valor, nada es tan natural en el hombre como matar. Tan pronto como los hombres saben que pueden matar sin temor a represalias, empiezan a matar, o al menos, animan a los asesinos con sonrisas de aprobación” (Carta a Georges Bernanos, 1938). Esta es su ecuación: Estados + vidas desvalorizadas + impunidad = guerras. Ahora es más evidente que nunca, en todos los órdenes.
II
¿Cómo entender la guerra? La guerra es voluntad de dañar y matar. Puede ser entendida como un orden de confrontación violenta entre seres vivos, principalmente seres humanos. Es decir, la guerra es un orden de enfrentamiento extremo o de disuasión armada. Es un orden que, de modo consciente o inconsciente, se constituye a partir de la distinción amigo/enemigo, matriz que a su vez se expande y disemina por el resto de órdenes de la sociedad. Así, la guerra constituye lo social mismo (Alessandro Dal Lago), ya se trate del universo físico en general (‘guerra de las galaxias’), de universos mentales en particular (‘guerra psicológica’), o de universos intermedios (como son las culturas, las religiones, las tecnologías, los cuerpos, las clases, los géneros, las etnias, las naciones, los mercados, los estados, etcétera). En esas esferas, la guerra se realiza mediante el ejercicio sistemático y generalizado de violencia de alta o baja intensidad, de tipo directo o de tipo indirecto.
No hay, pues, mayor mal que el de la guerra. Porque es la peor forma que puede adoptar la violencia surgida de las voluntades oligocráticas de dominio para cancelar y aniquilar personas y comunidades. Esta violencia belicista es violencia normalizada, es decir, ordinaria, ofensiva e ilimitada. Es, por definición, en todos los casos posibles, una violencia inaceptable e injustificable, esto es, ilegítima. Entonces, como paradigma de la violencia ilegítima (al igual que el terrorismo), también la guerra siempre es y será ilegítima. Así, pues, no puede haber guerras justas (de ahí que las doctrinas de la “guerra justa”, de claro origen teológico y jurídico premoderno, son auto-contradictorias y han quedado obsoletas a pesar de los intentos de resucitarlas de Michael Walzer y otros tardomodernos menos presentables).
Pero, siendo así, no se puede obviar que no hay paz con guerra y que, por tanto, la lucha por la paz siempre es inevitablemente una lucha contra la guerra. Y puede que la lucha antibelicista llegue a exigir en situaciones de excepción, por estricta necesidad de sobrevivencia, que se recurra excepcionalmente a cierta violencia. Como último recurso, la violencia excepcional, si lo es efectivamente, ha de ser ante todo extraordinaria, defensiva y limitada. Estos criterios objetivos, decididamente restrictivos, líneas rojas que de ninguna manera se deben cruzar, son los parámetros poli(é)ticos equitativistas para considerar que en una situación de agresión bélica puede ser legítimo recurrir a cierta violencia excepcional para oponerse a la violencia normalizada. Es más, puede ser obligado asumirla como compromiso moral de salvaguardia de la dignidad humana. Porque, ¡atención!, cuando la violencia contra la guerra no está normalizada, sino que es excepcional (cuando no es ordinaria, sino extraordinaria; cuando no es ofensiva, sino defensiva; cuando no es ilimitada, sino limitada) no es guerra, es resistencia contra la guerra.
Sin embargo, procede hacer aquí una advertencia poli(é)tica crucial: en los procesos de resistencia contrabelicistas puede haber momentos en que se toma la equivocada decisión de cruzar todas las líneas rojas. Llamemos a las cosas por su nombre, sin eufemismos: esto quiere decir que esas acciones resistenciales se han transmutado en acciones terroristas. No caben subterfugios, son ilegítimas, no deben ser aceptadas, ni justificadas de ninguna manera.
III
Nunca se debe equiparar la acción de quienes tratan de someter, aterrorizar y asesinar a otros, en una situación moralmente asimétrica, con la actitud de esos otros, ya sea la suya una acción de legítima resistencia o una omisión de resignada rendición. La guerra, antes que una situación general de violencia compartida, es una violenta actividad singular de parte. Es crucial no confundir las partes con el todo, menos aún igualarlas. En una situación de guerra nunca se debe equiparar a las partes, por principio. Desde luego, nunca al agresor con el agredido, nunca al que ofende con el que se defiende. Porque la acción de unos y otros es completamente diferente en términos poli(é)ticos.
Tenemos tantísimos ejemplos (actuales, recientes y antiguos) de guerras y de lucha contra las guerras, que a buen seguro no es difícil distinguir entre agresiones belicistas (desde el bombardeo genocida hasta los asesinatos selectivos, pasando por los procesos de expropiación, colonización, opresión, explotación, discriminación, aculturación, etcétera) y resistencias contrabelicistas de oposición activa a esas agresiones. Pero antes hay que saber despojarse de los fanatismos maniqueos. Pensemos sólo en la hostilidad de los estados contra poblaciones desamparadas, o el desprecio de los mercados respecto a los menos favorecidos, o la ira patriarcal contra las mujeres, ya imposible de invisibilizar. Pueden ser confrontaciones momentáneas, o pueden durar años, décadas… Basta designar a un “enemigo” y en pleno dominio, combatirlo hasta su aniquilación, o simplemente hasta cancelarlo.
Sin embargo, para aumentar la tragedia de la condición humana, ocurre que en muchas de las situaciones agravadas de guerra, siendo distintas unas de otras, las partes (o fracciones poderosas y decisivas de cada una de ellas) comparten un rasgo crucial: todas son beligerantes y agresoras, todas se exceden en su enajenación homicida, es decir, todas son ilegítimas (de origen, en ejercicio y a término) en su voluntad oligocrática de cancelar y aniquilar a los otros (calificados como enemigos, y a veces también como “animales”, “infieles”, “terroristas”, etcétera). El resultado no puede ser más que una escalada autodestructiva de maldad y odio de inimaginable final.
IV
En cualquier caso, el examen de la guerra no pasa por juegos argumentales (por ejemplo del tipo ¿qué fue antes, el huevo o la gallina?), para buscar luego seudo-justificaciones precipitadas y perezosas, que absuelven a dictaduras o “democraduras” (Pierre Rosanvallon) frente a sus agresiones belicistas en todos los frentes. Las guerras contemporáneas no son, como alguna vez se ha dicho, un juego en similitud de condiciones: son el trágico antijuego de la inequidad y la injusticia. Su análisis exige la interpretación poli(é)tica de las ideas, las actitudes, las acciones y los hechos objetivables de la confrontación en todas estas dimensiones. Las guerras son en su mayoría asimétricas, pese a que nunca haya asimetría entre las víctimas en tanto que víctimas, sean estas sólo víctimas inocentes o también víctimas y a la vez victimarios culpables.
Vivimos en un tiempo de guerras, hay que repetirlo. Estamos bajo la hegemonía de la violencia belicista, violencia siempre innovada en el ámbito del militarismo y violencia transferida al resto de ámbitos de la vida, constituyéndolos desde la matriz belicista amigo/enemigo. Y tengamos en cuenta que el belicismo debe ser distinguido del militarismo, puesto que es mucho más amplio y se extiende más allá de las masacres militaristas (que sabemos que a veces buscan sin confesarlo el exterminio y el genocidio de poblaciones enteras). El belicismo aúna militarismo, capitalismo y estatalismo, que son órdenes sociales interpenetrados que en la Modernidad no pueden entenderse por separado. Como señaló Paul Kennedy, “se necesita de la riqueza para sostener el poder militar y del poder militar para adquirir y proteger la riqueza”.
Dado que la violencia ilegítima siempre es y será injusta y, por tanto, injustificable, la guerra no puede ni podrá jamás ser justificada. Pues para que haya guerra es necesario que al menos una de las partes de la confrontación belicista, o varias o todas, sea agresora de modo continuado. La justicia es discordia ante la guerra, como dijera Heráclito, y esto es así pese a las apologías, excusas y banalizaciones del pensamiento acrítico que ha predominado y predomina en todo el orbe. Pero, sin embargo, las guerras no son una maldición divina. La violencia desatada puede ser contenida. Es una necesidad incuestionable. Hagamos de la necesidad (del antibelicismo) virtud (de justicia), pensemos cómo parar las guerras desde una posición poli(é)tica equitativista y actuemos.