
España no se cuenta entre estas antiguas potencias cuyas sociedades avanzan y van perdiendo el miedo a mirarse de frente en el espejo. Más bien todo lo contrario: ante las reiteradas solicitudes del presidente de México a España para que pida perdón por los abusos cometidos durante la conquista y colonización de su país, la respuesta española, lejos de plantear un debate de enjundia, ha basculado entre la irritación, la rechifla y el menosprecio, de un lado, y el vilipendio y ridiculización del presidente de un país que luego llaman “hermano”, del otro.
En enero de 2022 Dinamarca devolvió por fin a los Sámi de Noruega un tambor ritual que llevaban décadas reclamándole. El tambor, que acabó formando parte de la colección particular de la familia real danesa durante siglos, había pertenecido a Poala Ánde –Anders Poulsen en las fuentes danesas–, un noaidi o chamán Sámi acusado de brujería en 1692 por las autoridades danesas. Murió asesinado en la celda en la que aguardaba su sentencia.
Los Sámi son un pueblo indígena cuyo territorio –que ellos denominan Sápmi– abarca la mitad norte de Noruega y Suecia, la Laponia finlandesa y la península de Kola, en la Federación Rusa. Durante siglos han sufrido colonización y opresión a manos de los estados por los que se extienden sus tierras ancestrales, y no fue hasta finales del siglo XX que empezó a reconocérseles derechos colectivos como pueblo. Para entender mejor el logro que supone para el pueblo Sámi recuperar el tambor de Poala Ánde, hay que saber que este tipo de instrumentos no son meros objetos. En su antigua cultura indígena el tambor es un ser animado, un ente poderoso mediante el cual el noaidi accede a otros planos de la percepción que le permiten contactar con los espíritus, pero también pronosticar el tiempo meteorológico o los desplazamientos de los rebaños de renos, percibir el momento idóneo para la caza o asistir a las parturientas. Así, no es de extrañar que el tambor tenga una sala dedicada en exclusiva en el Museo Nacional Sámi de Karasjok, donde al parecer es lo único que no está permitido fotografiar. Durante los procesos por brujería se quemó o destruyó infinidad de tambores, de los que hoy se conservan unos 70 repartidos por museos de diversos países y colecciones privadas. El de Poala Ánder es el único que ha sido devuelto al pueblo Sámi.
El proceso de devolución no fue sencillo. Las primeras peticiones a Dinamarca para que entregara el tambor se remontan a los años 70; bien es verdad que para entonces ya había pasado de la colección real al Museo Nacional, y que Dinamarca lo cedió en préstamo al Museo Sámi de Karasjok en 1979. Pero para conseguir la titularidad efectiva y permanente los Sámi hubieron de solicitar la intercesión personal de la reina danesa en 2021, tras décadas de reclamaciones infructuosas ante las autoridades del país. Nada más lejos de mi intención minusvalorar las buenas artes de la monarca nórdica, pero tengo para mí que el éxito de su intermediación se vio favorecido por lo propicio del momento: poco antes, tras años de presiones y debates internos, Dinamarca había terminado por reconocer su pasado colonial y esclavista, presentando disculpas formales ante Ghana en 2018 y Groenlandia en 2020. Otras antiguas potencias europeas han hecho lo propio aceptando su historia colonial y presentando excusas oficialmente por la explotación a que sometieron a otros pueblos. Es el caso de Alemania y sus disculpas ante Namibia (2021), del gobierno del Reino Unido ante Kenya (2013), o del gobierno y el rey de Países Bajos (2022 y 2023). El rey Harald V de Noruega pidió perdón ya en 1977 a los Sámi por la opresión a que los sometió su país.
España no se cuenta entre estas antiguas potencias cuyas sociedades avanzan y van perdiendo el miedo a mirarse de frente en el espejo. Más bien todo lo contrario: ante las reiteradas solicitudes del presidente de México a España para que pida perdón por los abusos cometidos durante la conquista y colonización de su país, la respuesta española, lejos de plantear un debate de enjundia, ha basculado entre la irritación, la rechifla y el menosprecio, de un lado, y el vilipendio y ridiculización del presidente de un país que luego llaman “hermano”, del otro. Por no hablar de las análogas muestras de “cariño” recibidas por Luis Morera, seguramente la primera figura pública en exigirle a España que se disculpe por la conquista y colonización de Canarias. Tampoco parece nada casual la coincidencia en el tiempo del resurgir reaccionario español, con sus plañideras denunciando la leyenda negra y sus pseudoestudios chillones inventándose glorias imperiales, con el peso que va ganando globalmente la denuncia del colonialismo y la presión creciente para que quienes fueron potencias coloniales reconozcan su responsabilidad histórica.
Sin embargo, y para ser justos, no puede decirse tampoco que en España no se hayan dado algunos pasos adelante en la revisión del pasado colonial. Un ejemplo lo tenemos en la historia del conocido como El Negro de Bañolas. Un museo de la localidad catalana adquirió en 1916 el cuerpo disecado de una persona africana, que exhibió al público desde entonces convenientemente ataviado de taparrabos y lanza, entre otros aditamentos. En los años 90 El Negro de Bañolas fue objeto de algunos debates en la ONU y motivó presiones y protestas de varios gobiernos africanos, con lo que el museo decidió retirarlo de su colección expuesta al público. A principios del s. XXI fue devuelto por fin a Botswuana, donde fue enterrado con honores.
Llegados a este punto, es imposible no concretar la pregunta que viene insinuándose entre los renglones de este texto. Si Dinamarca puede cerrar heridas históricas devolviendo el patrimonio expoliado a otros pueblos; si España es capaz de darle un final honroso a una aberración como la del Negro de Bañolas, ¿por qué no se deja de subterfugios y saca de una vez de la vitrina a la momia de Herques para devolverla a Canarias, de donde nunca debió salir, para que por fin descanse en paz? Las similitudes con el tambor Sámi son sorprendentes: ambos objeto de expolio; ambos regalados al rey de turno –Carlos III en el caso de la momia de Herques–; ambos cedidos a museos de corte decimonónico; ambos reclamados incesantemente por sus países de origen. La diferencia estriba en que si el tambor Sámi es un ser animado, la momia de Herques fue una persona. Su caso es mucho más apremiante. Estamos ante los restos mortales de una persona que fue de carne y hueso, un ser humano que habitó nuestras Islas y que merece descansar en paz, y no ser exhibido como un animal de feria. Otra diferencia radica en que en España no hay reina a la que pedir intermediación, ni hay tampoco presión internacional que haga ceder al Estado por miedo al daño reputacional.
La negativa española a devolver la momia de Herques, a restituirle su descanso último, sólo se explica mediante la deshumanización del guanche, prerrequisito indispensable en toda empresa colonial. La negación de la condición de humano de aquel a quien te dispones a esclavizar. La vigencia de ese pensamiento es la razón por la que continúan expuestos en una vitrina los restos profanados de uno de nuestros ancestros, he ahí la materialización corpórea del discurso negador de la continuidad histórica de la Canarias actual y pasada. En palabras del investigador José Farrujia, “¿se expondrían, en las vitrinas de un museo, los restos mortales de cualquier soldado castellano de la época […]? ¿Por qué sólo se “exhibe” al indígena canario en los museos, y no al conquistador? […] En Canarias, quizás, sólo quizás, la mirada hacia nuestro pasado sigue estando impregnada por el colonialismo, por el encubrimiento del otro, por un discurso del poder que se retroalimenta con el paso de los años […]. Los museos del futuro deben […] incorporar prácticas deontológicas que permitan que los restos humanos no sean tratados como meros objetos o cosas. Sólo así se respetará la dignidad humana intrínseca de la persona que representan”.