Las Ediciones Tamaimos publican una obra del antropólogo tinerfeño Pablo Estévez Hernández que pudiera contemplarse como una etnografía sui generis acerca del barrio de Punta Brava, en el municipio del Puerto De la Cruz. Su peculiaridad, amén de sus incontables otros valores, reside en el hecho de reflejar un quehacer antropológico no sobre el turismo sino desde el hecho turístico en sí mismo y las múltiples tensiones que atraviesan un barrio que bien podría ser cualquier barrio de las ocho Islas Canarias.
Brava está la punta es un proyecto etnográfico que parece no haber empezado nunca. Quizás por ser un trabajo de campo poco regular y escasamente disciplinado pudo, con el tiempo, cambiar sus objetivos primordiales en el ámbito de la antropología del turismo (yo quería estudiar cómo el turismo, y en especial una atracción, había alterado la forma de vida del barrio de Punta Brava, en Tenerife) para explorar la violencia, la memoria y las potencialidades de un momento extraño como lo ha sido el año pandémico de 2020 y buena parte de 2021.
Uno de los muchos orígenes de este libro es un cuadro de Virginia Ramos, donde su capricho de sacar una azotea con ropa que no existía delante de un paisaje “auténtico”, la llevó a ver el barrio de Punta Brava como una ficción absolutamente real. Brava está la punta es como ese cuadro. En principio yo quería recoger algo del polvo que suelta la pretendida magia del turismo, y que yo intuía había dejado a su paso antes del llamado cero turístico en 2020.
En ese momento, la incertidumbre se posó sobre una gran maquinaria que no había parado de dar huevos de oro. Todos los mitos que habían sustentado al turismo quedaron al desnudo. Y Punta Brava, perteneciente a la ciudad turística del Puerto de la Cruz, sería, sin yo saberlo aún, un lugar privilegiado para situar y sentir el poder de la estasis. Pero este es, tal como el cuadro de Virginia, uno de los orígenes donde la realidad se transformó en ficción: la ficción muy real de una nueva normalidad.
Tiempo atrás, a finales de 2017, me veía de repente como profesor de Antropología del Turismo en la Escuela Universitaria Iriarte, en el Puerto de la Cruz. Dirigiéndome a un público de futuros graduados y graduadas en Turismo, me sentía con el desafío de intentar hacerles llegar algo del delicado legado de la antropología. No sólo es que tuviera que desprenderme del exotismo colonial con que los aspectos “antropológicos”, culturales o étnicos nutren de manera directa al turismo, sino también, al mismo tiempo que se.alar esa falta de inocencia, hacer valer el quehacer antropológico como posible forma de crítica de las (muy pocas veces señaladas) relaciones de poder existentes en el turismo.
El esfuerzo de intentar hacer interesante el análisis cultural del turismo daba resultados teóricos con la ayuda de lecturas, dinámicas e ideas de J. G. Ballard, Dean MacCannell, Celeste Olalquiaga, Nando Estévez, Jamaica Kincaid… Pero precisaba aplicar todo ese palique y la teoría a un entorno real. Necesitaba un lugar que pudiera revelarnos las complicadas relaciones sociales bajo el manto del turismo, que tuviera no sólo presencia de turistas sino también bastante población local, con dinámicas tradicionales en transformación, con alguna atracción o algún punto de interés y que al tiempo manifestara lo que en cierta medida oculta el turismo.
Este viaje de lo “teórico” a lo “real” tuvo un viraje inesperado, porque Punta Brava quedó presta a las ficciones más sorpresivas: no sólo aquellas que el turismo quiere edificar, sino también a las necesarias para forjar el espíritu de la vida cotidiana. Quizá por todo eso fue que la antropología de Michael Taussig se convirtiera no sólo en una guía, sino también en una vía abierta para el diálogo crítico. Taussig está muy presente en este libro, especialmente al aplicar sus sugerencias obtenidas del trabajo de campo en el Valle del Cauca y en la montaña venezolana de Sorte a cada detalle que yo me encontraba en Punta Brava. Desde finales de ese año comencé a fijarme más en los carteles para turistas en el espacio público, en eso que Kathleen Stewart ha llamado la “banalidad mainstream”, lo que cotidianamente forma parte de lo que se repite en nuestra mirada, algo casi imperceptible cuando vives imbuido en ella.
De repente, Loro Parque, el gran parque temático localizado en Punta Brava, estaba por todos lados, en todos los coches, en todos los carteles y hasta en las redes sociales. Así fue que me fui acercando poco a poco al barrio. En principio quería hacer un trabajo colectivo, con alumnas y alumnos, con otros profesores que tuvieran interés en trabajar desde muchas disciplinas sobre las dinámicas del turismo en un lugar como Punta Brava. El primer día de campo, cuando esta idea mía empezó a materializarse, me senté a esperar a los equipos de trabajo en el restaurante de Tata, que entonces estaba en la calle Víctor Machado. En la televisión anunciaban que el nuevo virus, que ya se había presentado en un hotel en Canarias, iba a ser un problema serio: al día siguiente nos mandaron a casa y al poco de eso comenzó el estado de alarma en todo el país. Entonces vivimos otra “banalidad mainstream”, otra “normalidad”, sin el turismo que conocíamos pero con sus mitos todavía operando.
Ya no podía hacer mi etnografía de Punta Brava. Pero eso no me desanimó, sino que me empujó a un nuevo experimento que es Brava está la punta. Y esto es lo primero que hay que entender de este trabajo: esta no es una etnografía sobre Punta Brava, el barrio y su gente. No es un estudio intensivo con entrevistas estructuradas, basado a su vez en datos y archivos históricos (faltarán lógicamente muchos detalles precisos y numerosos testimonios de esta historia que queda abierta, amén de haberme subido a los hombros de aquellas personas que pacientemente han trabajado en la documentación de las vivencias de Punta Brava). Este estudio es más bien una etnografía desde Punta Brava, desde el choque, desde el cruce maldito de cables y entre chispazos que te dejan seco. Aunque se centra en el turismo, o en la ausencia de turismo en esos tiempos de confinamiento, la investigación fue abriendo otros frentes, otras memorias y otros conjuros que estaban ahí, contemplando toda una violencia que no puede narrarse “del todo”.
Así, este libro utiliza las historias y vivencias aprendidas en el lugar no para revelarlas, sino con la finalidad de usarlas para repensar cuestiones relativas al turismo, la naturaleza, la cultura material y otros asuntos. Cada apartado es un pequeño mundo, que por lo general parte de algo preciso, como el colegio del barrio, las piedras, la crema de sol, el dinero, las figurinas religiosas o las historias enmarañadas en nombres. También aparecen partes confusas y vivas de mi propia memoria en relación al lugar, como las fiestas, los días de playa o mis amistades de los viejos tiempos… Todos estos puntos de partida permiten una reflexión, unos pequeños giros a la hora de usar la etnografía (que sería la descripción y registro particular de una cultura) para sostener una reflexión antropológica (que sería el pensar sobre nuestra forma de ser en el mundo). Pero, mientras la antropología tradicionalmente se respaldaba en la información, en lo planificado y en lo objetivo, aquí me he regido por las historias en forma de cuentos que mucha gente me ha brindado, aunque muchos de esos cuentos no se han plasmado aquí, sino que supuran en la forma de secretos. Esta etnografía es atípica también porque quiere coconstruiruna mirada con la gente nativa sobre su percepción del turismo. Y es más atípica aún porque no entiende al turismo como un sector discreto, externo y apartado de la vida local.
Por todo esto, este libro se lo debo a la gente de Punta Brava que me ayudó en el proceso: a Candy, Severiano, Marcial, Tomás, Ana Belén, Manuel Nassim, el Patita y Tortuga, Sirenia, Pica, Isa, Jonás y doña Elvira, amén de a muchas otras personas a las que pido perdón por no mencionar aquí; aunque las exonero de las opiniones y juicios que se puedan traslucir aquí y de las responsabilidades ante cualquier persona que no sea yo misma. Igualmente, debo mucho a todas las amistades que me acompañaron y me ayudaron a ver y sentir desde Punta Brava. Muchas de ellas, con sus nombres o con sus nombres ficticios o akas, son incluso coprotagonistas y también cuentistas de este experimento.