Pregunto a mi heterónimo Pablo Utray cómo se puede lograr que los individuos y las sociedades sean mejores en el incierto mundo del nuevo milenio. Me contesta que, “sin lugar a dudas, este empeño es una de las principales y más dignas tareas que podemos afrontar los seres humanos, una tarea inacabable, por definición. Y para encararla necesitamos crear y usar herramientas intelectuales muy desarrolladas, desde la experiencia y desde la reflexión. Una de estas herramientas es la categoría de voluntad autónoma de empoderamiento democrático. Sin embargo, no olvides que hablo desde un voluntarismo escéptico, que para mí es la síntesis inacabada de aquella fórmula dual del optimismo de la voluntad y el pesimismo de la inteligencia”. Así me la plantea y así la transcribo.
I
La humanidad no puede mejorar sus formas de vida sin democracia y no puede haber una buena democracia donde y cuando predomine por sistema la servidumbre entre los seres humanos. La voluntad autónoma de empoderamiento democrático es el atributo humano imprescindible para poder salir de esa condición injusta, para poder rebelarse y transformar la impotencia en empoderamiento de las personas y de las comunidades.
Vayamos por partes. Entendamos por poder la capacidad humana de realizar acciones efectivas, que en libertad sólo pueden ser para bien y para mal. Porque así es la condición humana. Esa capacidad ha sido remitida a lo largo de la historia, para fundamentarla, a fuerzas extra mundanas o intra mundanas. De ello derivan dos concepciones del poder, una divina y trascendente y otra humana e inmanente.
El poder divino se pretende derivado de la omnipotencia celestial, la de unos dioses o un Dios cuya existencia no puede ser conocida, tan sólo creída mediante la fe, que alguna religión pretende, de forma redundante, que es una virtud teologal. Es una categoría del pensamiento anterior a la Modernidad, falsamente explicativa y justificativa, que resulta inaceptable desde el punto de vista ético-político al que llamaré poli(é)tico.
La otra concepción del poder se refiere al poder humano en sentido estricto, y es una categoría plenamente modernista, que por el contrario, como capacidad de acción, resulta en principio aceptable —y deseable— desde la perspectiva poli(é)tica. Empezando porque es una herramienta conceptual imprescindible para entender cómo se realizan los desafueros de los poderosos y cómo se pueden cuestionar.
II
Prosigamos. La voluntad tal vez sea la única cualidad humana de la que se puede predicar su bondad y excelencia siempre y cuando sea pensada en sí misma, al margen del poder y del saber, de la riqueza y de la salud, etcétera. La buena voluntad es buena sin restricción, de suyo, como señaló Kant, al margen de su finalidad, esto es, al margen de lo que con ella se quiera realizar y se realice en cada situación concreta, que siempre podrá ser considerado bueno y deseable o malo y dañino.
Nietzsche asoció la voluntad con el poder, modificando así las filosofías de la voluntad de Schopenhauer y de Kant. La voluntad de poder nietzscheana puede ser interpretada, en términos generales, como principio vital de devenir y como principio estimativo de valorar. En tanto que principio de devenir es potencia activadora y movimiento realizativo, y en tanto que principio de valorar es facultad de suponer y aptitud de disponer. Este devenir y este valorar son cualidades propias de la naturaleza y la condición de los seres humanos, ya se les considere en agrupación o en desagregación.
Desde el enfoque poli(é)tico debemos considerar aceptable —y deseable— esta concepción general de la voluntad de poder, dado que resulta imprescindible para combatir la injusticia. El rasgo fundamental de la concepción general de la voluntad de poder es la capacidad de transvalorar los valores hegemónicos en un mundo que es contingente, y hacerlo sin sacralizaciones. Llamemos a esta gran contribución al pensamiento voluntad de empoderamiento, tanto si nos referimos a los individuos en sociedad como a las sociedades de individuos.
III
Sin embargo, esta concepción general la concretó el propio Nietzsche en una decepcionante concepción particular. Esta concepción particular de la voluntad de poder nietzscheana se ha de entender como capacidad totalizadora de dominar, es decir, como potencia de los menos e impotencia de los más, como supremacía de unos pocos y subordinación de la mayoría. Es una particularización que resulta por completo inaceptable desde el punto de vista de la igual libertad, los derechos y la equidad. En consecuencia, es ilegítima en perspectiva poli(é)tica, por irrazonable y por antidemocrática.
Ahora bien, junto a esta concepción particular, hay algunas concepciones particulares más de la voluntad de poder, dos también rechazables —una vinculada a Heidegger y otra posterior a este, pero en su estela posmodernista— y una cuarta que resulta aceptable —como alternativa crítica de las tres anteriores.
Por una parte, la concepción particular heideggeriana de la voluntad de empoderamiento ha de ser entendida como una capacidad hermenéutica de desvalorar todo valor, esto es, como el intento de degradar —de entrada— el cometido de los valores (y de restaurar, al tiempo, la metafísica de las esencias, del ser y los entes).
Y, por otra parte, la concepción particular posmoderna de la voluntad de empoderamiento podemos entenderla como una capacidad pragmática para equiparar todo valor de un modo relativista, lo que implica degradarlos y desvalorarlos (si de entrada todo vale lo mismo, de salida nada vale nada).
Estas tres concepciones particulares de la voluntad de empoderamiento —entendidas, una como exaltación del disvalor de dominar, otra como desvaloración de los valores y otra como equiparación de los valores devaluándolos— resultan inaceptables e ilegítimas, por irrazonables y antidemocráticas, al completo, de entrada o de salida, respectivamente.
IV
Recapitulando todo lo dicho, hay que dejar anotado que la voluntad general de poder modernista se despliega como un doble proceso evolutivo y normativo de empoderamiento humano.
En tanto que regido por el principio general de devenir, todo proceso de empoderamento puede ser interpretado en referencia a la potencia activadora y la competencia realizativa que tenemos los seres humanos. Pero esto no evita que en su devenir particularizado, muchas de estas voluntades puedan ser doblegadas, en la relación de fuerzas que las constituye, mediante voluntades particulares de despotenciación y servidumbre.
Y en tanto que guiado por el principio general de valorar, todo proceso de empoderamiento ha de ser interpretado como la facultad de suponer y la aptitud de disponer que necesitamos para vivir como seres libres en igualdad. Aunque, cuando en su valorar son particularizadas, nuestras suposiciones teóricas y disposiciones prácticas puedan ser distorsionadas mediante errores, falacias y engaños.
Dos precisiones más. El rasgo fundamental, entonces, de la concepción general de la voluntad de empoderamiento es la capacidad —a nivel individual y a nivel societal— de transvalorar los valores hegemónicos en un mundo que siempre es circunstancial, realizándolo de modo secularizado. Transvalorar es la condición de posibilidad para la crítica de los viejos y no tan viejos valores de sumisión y resignación y para la construcción de nuevos valores de rebeldía e inconformismo, valores que suponen, si son auténticamente nuevos, una enorme apertura del campo de la emancipación humana y la creación de mejores sentidos para la vida.
Pero también cabe hacer transvaloraciones regresivas. Porque no se puede dejar de contar con las concepciones particulares de la voluntad de poder, especialmente la de Nietzsche —derivada arbitrariamente de su propia concepción general—, que, como capacidad totalizadora de dominar, debe entenderse en nuestro tiempo al modo belicista —como bien la comprendió, asumió y difundió Schmitt—, enfrentada a otras voluntades —consideradas enemigas— a las que siempre trata de despotenciar, doblegándolas y distorsionándolas. Las transvaloraciones regresivas se dirigen a valores antiguos y elitistas, valores irracionales y antidemocráticos, que Nietzsche apoyó y a los que interpretó como potencia para unos pocos e impotencia para otros muchos, como supremacía de las minorías y subordinación de las mayorías en condiciones retrógradas.
V
Ahora ya puede decirse que hay una última concepción particular de la voluntad de empoderamiento que debe ser construida frente a las tres anteriores, a las que se opone, entendiéndola como capacidad poli(é)tica de emancipar.
Para empezar, se trata de dotarnos de buena voluntad, voluntad que siempre será buena si la consideramos al margen de cualquier finalidad específica. Y, después, proyectarla hacia un buen querer concreto y una buena aspiración cabal de fundamentos poli(é)ticos. Esto es, por una parte, proyectar la buena voluntad hacia el empoderamiento como querer; y, por otra, proyectarla también hacia el empoderamiento emancipador como aspiración de las ciudadanías en el contexto de las estatalidades plurinacionales (en puridad, en los tiempos actuales no hay ya estados plenamente uninacionales).
En síntesis, para lograr un mundo mejor, en todas las dimensiones liberadoras de la expresión, cada persona y cada comunidad necesitan autoconstruir antes que nada una buena voluntad que sea empoderadora de forma soberana, esto es, de forma autónoma y democrática, conscientes de que un mundo peor también es posible. Esta es la principal herramienta —autónoma: de autoconocimiento y autodeterminación; democrática: de pluralismo e inclusión y de participación y deliberación— para la rebeldía individual y societal frente a las injusticias que anidan en cada situación (en el inacabable proceso de emancipación humana).
Así es cómo la voluntad autónoma de empoderamiento democrático resulta legítima como concepción alternativa por la igual libertad equitativista que siempre ha de presuponer. Se trata de una voluntad poli(é)tica que es necesaria y exigible, en todos los momentos y en todos sus requisitos, para poder hacer frente a la despotenciación y a la servidumbre de las mayorías ciudadanas desprovistas de sus derechos democráticos de ciudadanía.