Se suelen dar cerca de antiguas fábricas reconvertidas en centros culturales. Fábricas de cervezas populares que ahora solo filtran bebidas artesanales y qué clases sociales tienen acceso a ellas. Son edificios de ladrillo rojo, su invariable toldo verde a veces presenta gruesas rayas blancas. Los balcones, cerrados de aluminio visto o con barandales blancos y macetas con plantas grises del hollín. Garajes repletos de coches viejos de gama media en filas regulares. Padres de familia asomados a la ventana sueltan la ceniza del cigarro a la calle vacía. Los encuentras cuando te alejas de las principales ramblas y avenidas de Madrid, Barcelona, Valencia o Sevilla. No pasa, sin embargo, cuando vas más allá de la Calle Mayor de Triana.
Las Palmas de Gran Canaria vuelve a ser considerada en 2023 la novena ciudad más grande del Estado. Con más de 375.000 habitantes este territorio es planificado, y considerado, como si de Madrid o Barcelona se tratara. Sus planes urbanísticos y de movilidad responden a las necesidades de las metrópolis desarrolladas que cuentan con transporte soterrado y una geografía plana y mesetaria. Pero si nos alejamos a donde deberíamos encontrar una fábrica de cerveza artesanal nos encontramos con una depuradora rodeada por una autovía asfaltada a parches y una embotelladora que lejos está de ofrecer conciertos íntimos y paellada popular. Las casas que las rodean, empinadas, coloridas, de pequeñas ventanas de madera. En ellas viven Carmen Delia, Saro y Expedita, que ya no se amañan con la muleta para bajar las escaleras y coger las escasas guaguas que por allí pasan e ir al mercado de Vegueta a llenar los carros cada vez más vacíos por el mismo dinero. Si nos distanciamos aún más encontramos barrios todavía más aislados. Viviendas de protección oficial con puertas de aglomerado y parterres descuidados. Cuestas infinitas en las que las guaguas híbridas se quedan atascadas. Zonas en las que la obra de la metroguagua no ha causado, ni causará, desorden en el tráfico.
Pretender entender estas ciudades sin darnos un paseo por ellas, sin tener en cuenta esta percepción local, sin atender las necesidades de sus habitantes, sin escuchar sus voces, nos hace creernos más cercanos a unos gigantes urbanísticos que nos consideran iguales y, según les convenga, nos tratan como tal. Procurar fascinar con políticas de incierta respuesta a necesidades irreales a una clase social en constante declive sabiendo que en ningún momento tuvieron acceso a educación superior, aun estando a escasos kilómetros de los principales centros, nos convierte en insolentes. Fingir que Canarias es un territorio más de idiosincrasia castellana nos hace parecernos a los ocupantes del hemiciclo que no podrían nombrar correctamente, aunque quisieran, a cinco de las ocho. Intentar convencer de los peligros de la okupación a aquel que plantó el cemento donde primero pilló hueco no funciona. Persuadir de la necesidad de la ampliación de la ciudad a quienes la ensancharon por pura supervivencia no tiene sentido.
Las ciudades peninsulares no tienen la misma configuración que las canarias. Las prolongaciones de las urbes isleñas se topaban con los cultivos y creaban casas adaptadas a las pendientes y terrazas de plantación. Las construcciones que en ellas se hacían respondían a las necesidades del momento, sin atender a los planes o necesidades del capital. Y aquellas programadas, las que ganaron terreno en la costa, fueron tomadas por sus protagonistas para crear una amalgama social que aunaba en apenas una hectárea a familias de militares y las señoras que les iban a limpiar. La periferia de la periferia tiene su propia identidad, y no hay otra forma de abordarla que no sea acercándose y entendiéndola como propia. Sin responder a las imposiciones de aquellos que crearon urbes donde ubicar a trabajadores que como mayor aspiración podían tener comprarse un Mercedes e irse de vacaciones quince días al mar. El perímetro de Las Palmas de Gran Canaria no responde a la realidad de su centro, mucho menos al imaginario peninsular y aun así, se ven obligadas a aceptar las medidas que se les imponen desde muy lejos y que no buscan resolver sus necesidades A agachar la cabeza, cruzar el callejón sin farolas, esperar la guagua eternamente y rezar porque esta al menos sí pase a su hora.
Aquí, en esta tierra, no hay edificios de ladrillo rojo y toldo verde en los que ampliar la línea de metro. En las periferias canarias hay casas de bloques de hormigón, viviendas amontonadas y familias que nunca, ni por un segundo, creyeron tener acceso a los lujos urbanísticos y de movilidad de la clase media.